Las cruces que no se repiten

Pablo Escandón Montenegro

Hoy se cumplen 101 años de la matanza de los trabajadores en Guayaquil, luego de que el presidente Tamayo diera la orden de reprimir a los integrantes de los sindicatos que salieron a reclamar por la liberación de sus líderes detenidos en marchas previas.

Hace un año, en la Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, se realizó un conversatorio sobre la trascendencia de este hecho en la vida democrática, sindical y periodística de nuestro país, pues el derecho al reclamo, la libertad de organización y, la censura y flujo informativos fueron abordados por expertos, quienes precisaron que este hecho fue el cimiento de la Revolución Juliana de 1925.

La matanza de trabajadores está plasmada en la novela de Joaquín Gallegos Lara, ‘Las cruces sobre el agua’, una ficción que se inserta en el agitado momento político para describir las razones de la movilización y presentar la crudeza y violencia de la represión estatal, contada desde la vida de dos protagonistas vinculados al Ejército y a las organizaciones sindicales, desde una realidad común: la miseria económica y la desigualdad social.

Este episodio histórico de gran trascendencia para el país es uno de los momentos narrativos más importantes para la propuesta de compromiso artístico que tuvieron los cinco grandes de Guayaquil. Quizá Gallegos Lara fue el que más filtró el pensamiento político y sus novelas están más cargadas de llamado a la movilización… como lo hacen las redes sociales y el activismo digital de hoy en día.

Las cruces sobre el agua es una imagen fuerte y potente, como un verdadero símbolo que permanece indemne durante un siglo para denunciar los excesos del poder estatal y político, y la resistencia popular, que muchos de los documentalistas actuales quieren replicar con las movilizaciones de junio y octubre de los años recientes.

El canto épico del 22 solo lo supo narrar Gallegos Lara, los demás intentos de contar las varias tomas de Quito son simples hojas al viento que no tienen la poética ni la sensibilidad del guayaquileño; solo prolongan el eco del 22, pero no generan narrativa propia.