Nutrición, educación o la guerra

En diciembre de 2017 acompañé a mi esposo, Tomás Ciuffardi, en un viaje por la Sierra ecuatoriana. Lo hicimos como parte de su estudio de campo, pues tenía la encomienda de escribir y editar un texto académico-científico sobre la desnutrición infantil en nuestro país. En las entrevistas que realizamos en zonas rurales de Chimborazo escuchamos historias desgarradoras.

La desnutrición es un enemigo invisible; a simple vista no se percibe su gravedad ni magnitud. Descubrimos que cuatro de cada 10 niños la padecían en las zonas rurales. Que esos niños, a medida que crecían, mostraron deficiencia cognitiva, incapacidad de concentración, menor productividad, mayor deserción escolar y mayor riesgo de desarrollar enfermedades crónicas.

Las coordinadoras de esos centros de desarrollo infantil que visitamos nos decían que muchos de sus alumnos de entre tres y cuatro años no habían aprendido a masticar. Que sus mandíbulas no eran fuertes porque llevaban años sin procesar alimentos sólidos como carnes o vegetales. Esos niños pasan prácticamente de la leche materna a la colada de avena (en agua) o a la sopa de fideos pintada con leche de vaca y papa. Esos niños crecen con anemia, con músculos y huesos endebles; luego les ocurre lo que detallé anteriormente.

Las últimas cifras que arrojó la Organización de las Naciones Unidas, en 2021, revelaron que la desnutrición crónica infantil afecta al 27,2% de los niños menores de dos años en Ecuador; un porcentaje que seguramente se ha incrementado en el último año.

Ahora, en este contexto, reflexionemos sobre lo que acabó de ocurrir hace pocos días en Ecuador. Pensemos en esos niños que ya se hicieron adultos a pesar de la desnutrición. Que quisieron estudiar, pero la escuela ¡y no se diga el colegio! se tornaron imposibles. Que esa condición invisible les generó rechazo, impotencia y rabia. Y ahora que son padres y madres de niños pequeños, no saben por qué sus hijos tampoco alcanzan la escolaridad completa. Como tampoco saben por qué se enferman tan seguido.

Esas personas que no han podido profesionalizarse dependen exclusivamente de su trabajo del campo y de los bonos de desarrollo social que esperan recibir eternamente. Esas personas que no pueden acceder a los hospitales de las ciudades más grandes se desintegran por dentro mientras son testigos de las enfermedades crónicas de sus seres queridos.

Esas personas que nada tienen, nada temen perder. A esas personas, solo les queda una opción: pelear. Y a su lucha social se van sumando más simpatizantes, que son otras víctimas de la inequidad. Una lucha que se torna más violenta porque cree que solo así verá resultados. Una lucha que se convierte en una batalla contra todos. Contra los que tienen más que ellos. Contra los que no han visto morir a un familiar en una sala de hospital. Contra los que para ellos tienen la vida comprada. Contra todos los que no marchan de su lado, o los que no paralizan su trabajo para gritar en su mismo aliento. Una lucha que se torna violenta, sangrienta, destructiva.

Una lucha que no ha terminado con la firma de acuerdos de negociación. Una lucha que terminará en guerra si el hambre sigue nublando la razón de sus guerreros.