Mis muertos

Pablo Escandón Montenegro

Cuando era pequeño, mi madre nos llevaba a visitar a su abuelita, en el cementerio de San Roque. Allí veíamos la tumba del doctor Velasco Ibarra y de su esposa doña Corina Parral; siempre estaban con flores y había gente llorándolos. Adentro, en las lápidas no visitadas ni arregladas, se estacionaban los vendedores de carne en palito, morocho y chicles. El cementerio no era ese lugar de recogimiento, sino un mercado más como el de Ipiales o una plaza popular. Llegar hasta el nicho de la abuela era un viacrucis, y más aún lo era salir del cementerio y pasar hacia la 24 de Mayo o hacia El Tejar.

Mi padre nos llevaba a visitar la tumba de mi abuelo, a quien solo conocí por fotos. Allí, en el Parque de los Recuerdos, nos contaba de su vida, de sus trabajos y aficiones. Luego, en ese mismo camposanto, visitamos la tumba de mi tío y luego la de un buen amigo de la adolescencia.

Mi abuela materna está enterrada en la Recoleta de El Tejar, ella misma se compró su nicho y, como buena numeraria de La Merced, pidió que su viaje al más allá fuera con el traje de la cofradía. Desde ese día no he vuelto a su cripta, por la lejanía, el difícil acceso; aunque tampoco visito el nicho de mi padrino en la cripta de La Dolorosa. No por desamor ni olvido, sino porque ya no tengo el hábito de visitar tumbas.

Las cenizas de mi abuela paterna están en un árbol de Monte Olivo y las de mi padre en los riscos de la Playa de San Lorenzo, en Manabí, cerca del faro que le costó subir cuando estaba con nosotros. Las cenizas de mi suegro y abuelo de mis hijas están en un columbario.

La muerte y sus rituales han cambiado. Los espacios no son los mismos, ni las prácticas, tampoco. Ahora mucha gente adopta la costumbre de hacer altares de muertos como forma de honrar la memoria.

Ahora ya no pensamos en comprarnos ese último terreno para que nos visiten, pues con el tiempo, a esos espacios les pasará lo que ocurre con el cementerio de Recoleta en Buenos Aires, donde los turistas vamos a ver arquitectura de necrópolis, pero en muchos casos, asistimos al olvido, abandono y ausencia de estirpes familiares, pues las puertas de vidrio están rotas y los féretros al aire libre.

Nunca olvido a mis muertos. Siempre hay momentos, lugares, olores, ruidos, melodías y sensaciones que me los evocan y los traen constantemente a mi vida. Ellos no se han ido, ellas no mueren; solo el olvido acaba con las personas y su trascendencia en nuestras vidas. Por ello, siempre hay que mencionarlos, evocarlos y convocarlos.

Nuestros muertos son nuestra historia, parte importante de nuestra vida.