Valores universales en peligro

Michael Ignatieff*

VIENA – Esta semana hace setenta y cinco años, los Estados miembros de las Naciones Unidas reunidos en París adoptaron la Declaración Universal de los Derechos Humanos. No era una ley vinculante, sino solo una declaración de principios. Pero fue la primera declaración que incorporó un antiguo ideal moral de igualdad humana a la nueva arquitectura del derecho internacional establecida en respuesta al nacionalismo genocida que había dejado en ruinas gran parte del mundo tras la Segunda Guerra Mundial.

Este nuevo universalismo moral nos pedía dar la espalda a nuestra parcialidad instintiva hacia los miembros de nuestra propia tribu. Nos pedía que mirásemos más allá de las diferencias destacadas -raza, credo, género, clase, origen nacional, idioma- y contemplásemos nuestra humanidad compartida. Pero muchos se preguntaban entonces si éramos capaces de un experimento tan radical. Como observó Hannah Arendt en 1948: «Parece que un hombre que no es más que un hombre ha perdido las cualidades que hacen posible que otras personas le traten como a un semejante».

Los indefensos prisioneros de Auschwitz-Birkenau habían descubierto que sus reivindicaciones como seres humanos -a la piedad y la decencia, por no hablar de los derechos- no significaban nada para sus verdugos. Arendt argumentaba que solo estarían a salvo si esas personas indefensas tuvieran un Estado que las protegiera. El ser humano universal que todos llevamos dentro solo tendría «derecho a tener derechos» si todos disfrutáramos de la protección de la ciudadanía.

Hasta 1989, las esperanzas utópicas de la declaración se limitaban en gran medida a Occidente. Los antiguos pueblos coloniales nunca habían participado en las negociaciones originales que condujeron a la declaración y, en las primeras décadas del Movimiento de Países No Alineados, en general resentían las críticas occidentales a sus nuevos regímenes.

Mientras tanto, los Estados-nación de todo el imperio soviético impugnaban rotundamente la legitimidad de la declaración de la ONU. La URSS y sus satélites se habían abstenido en la votación original, creyendo que los derechos socialistas que defendían eran superiores a los derechos individuales consagrados en la declaración. Solo tras la caída del Muro de Berlín en 1989 fue posible creer que el mundo entero había abrazado por fin el universalismo moral.

Por supuesto, tal optimismo parece hoy desesperadamente ingenuo, dada la situación en Ucrania, Oriente Medio, Sudán, Myanmar y otros lugares. La arquitectura jurídica construida después de 1945 para evitar la repetición de nuestro bárbaro pasado parece estar en ruinas. La guerra de Rusia contra Ucrania viola la propia Carta de la ONU; la propia carta fundacional de Hamás pide explícitamente la eliminación del pueblo judío; y el bombardeo de Gaza por Israel parece cruel e imprudente, aunque eluda las acusaciones de crímenes de guerra en virtud de los Convenios de Ginebra.

Pero culpar de este estado de cosas a los dirigentes anteriores y actuales puede ocultar una verdad mayor: que el universalismo moral de los derechos humanos exige a la mayoría de los seres humanos más de lo que pueden soportar. Cualquiera que no sea palestino, judío o israelí debería encontrar en el universalismo moral una disciplina relativamente fácil; sin embargo, consideremos cómo el mundo se ha dividido en bandos rígidos a medida que se desarrollaba la catástrofe de Gaza.

Para quienes viven la pesadilla actual, exhibir una empatía universalista parece un imposible. Por un lado, no se puede esperar que un pueblo que vive con el recuerdo ancestral del Holocausto sienta otra cosa que pavor tras las atrocidades cometidas por Hamás el 7 de octubre. Buscar venganza -o al menos restablecer la disuasión con una respuesta militar abrumadora- es demasiado humano. Por otro lado, no se puede esperar que un pueblo que desciende de refugiados expulsados de la Palestina del Mandato en 1948, y que ahora ha estado sometido a bombardeos continuos durante semanas, se identifique con otro dolor o furia que no sea el suyo propio.

Si hay una lección en todo esto, es que no hay que desechar la intuición moral que sustenta los derechos humanos. Fíjense bien y verán que la compasión y la empatía son tan resistentes como la crueldad y la venganza, incluso entre quienes están atrapados en el caldero de la guerra. Verá que los universalistas morales israelíes y palestinos siguen comprometidos con la paz con justicia. Son ellos quienes reivindican el sentimiento subyacente a la Declaración Universal.

Una característica notable de este catastrófico conflicto, que se remonta a 1948, es que nunca ha habido escasez de universalismo moral en ninguno de los bandos. El verdadero problema no es la ausencia de empatía o compasión entre las personas atrapadas en el conflicto (aunque los últimos acontecimientos han minado sin duda estos recursos morales). Más bien, es la presencia de saboteadores malignos y asesinos en ambos bandos. El destino de dos líderes que sí lograron la paz -el israelí Isaac Rabin, asesinado por un extremista judío, y el egipcio Anwar el-Sadat, asesinado por fanáticos islamistas- ha sido un poderoso factor disuasorio incluso para quienes saben que la paz es el único camino viable para su pueblo.

A menos que admitamos que la visión compartida de Rabin y Sadat murió con ellos, el mandato moral de la Declaración Universal sigue siendo válido en su insistencia en que todos los seres humanos sufren por igual. La paz aún puede alcanzarse mediante el reconocimiento mutuo del dolor y la pérdida, pero no hasta que los saboteadores de ambas partes -los colonos que asolan Cisjordania e impulsan al gobierno de Binyamin Netanyahu hacia la anexión y la expropiación, y los militantes yihadistas que no quieren otra cosa que destruir Israel- sean derrotados.

En sí, el universalismo moral nos compromete simplemente a reconocer la humanidad de los demás y la realidad de su sufrimiento. La Declaración Universal nos dice que debemos respetar los derechos de los demás y asegurarnos de que no sean violados. Pero no nos dice cómo. Para ello, debemos hacer política, donde se imponen decisiones difíciles.

Esto nos lleva de nuevo a la crítica de Arendt al universalismo moral: en ausencia de un Estado con autoridad para reconocer y defender los derechos, una persona no es «más que» un ser humano. Según esta lógica, la solución de dos Estados en Oriente Medio es el único camino hacia la paz y la justicia, porque la estatalidad es la única garante de los derechos humanos universales. Solo a través de dos Estados se puede derrotar a los saboteadores, y el universalismo moral de la declaración de la ONU puede triunfar por fin.

Derechos de autor: Project Syndicate, 2023.

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* Michael Ignatieff, catedrático de Historia y rector emérito de la Universidad Centroeuropea de Viena, es un antiguo político canadiense y autor de ‘On Consolation: Finding Solace in Dark Times’ (Metropolitan Books, 2021) e ‘Isaiah Berlin: A Life’ (Pushkin Press, 2023).