Auge de la fe

Manuel Castro M.

En el Ecuador y en el mundo la fe cristiana ha tomado un auge sorpresivo, ante el asombro de la propia Iglesia, que no ha hecho mayores méritos, y los detractores de toda religión, ateos, o agnósticos cuyas dudas unas veces les atormentan y otras veces les consuelan. La explicación simple, aunque no totalmente cierta, es que los humanos frente a la inseguridad, guerras, pobreza y sociedad corrupta acuden a Dios como única fuente poderosa de remedio o resignación a todas las penas y la esperanza que, desde arriba, obtengan salud y prosperidad. De fondo es el sentido de la fe: el hombre necesita de la religión o la exige. Ni las ideologías más materialistas en el poder han podido suprimir esa ansia de fe, de búsqueda de trascendencia de los pueblos y sus tradiciones milenarias.  Lo valioso es que en muchas sociedades se ha logrado tolerancia, entre los que creen y los que no creen, lejos de fanatismos y radicalismos. Se ha visto con lucidez que lo más valioso en el hombre es la libertad y que no deja de ser un misterio su existencia.

La prensa, radio, televisión ecuatorianas, con ocasión de la Semana Mayor, de pronto han profundizado, desde luego con objetividad, en la herencia espiritual que ha ido forjando la nación ecuatoriana como resultado del valioso encuentro entre la fe católica y la religiosidad indígena de este país, surgiendo valores sustanciales que informan la vida artística,  familiar y social, pública y privada, cobijada por el Evangelio, donde la vida, pasión y muerte de Cristo, son comentadas y hasta admiradas por libre pensadores e intelectuales.

Ejemplar es el diálogo entre Carlo María Martini, jesuita, cardenal desde 1983, arzobispo de Milán, teólogo, y Umberto Eco, semiólogo, filósofo, novelista, no creyente, plasmado en la obra “¿En qué creen los que no creen?”. Parten de que alguien dijo que el siglo XXI será religioso o no lo será. Sin apartarse de su propia visión sobre el tema, en forma sugerente y libre, ambos con respeto mutuo y comprensión, coinciden en los valores intrínsecos del hombre contemporáneo, en los confines de la vida humana, en la promesa de vida para los jóvenes, las limitaciones impuestas a las mujeres por la Iglesia y sobre todo en el sentido de la fe. Coexisten en sus reflexiones sobre la presencia indispensable de una ética actual, que exija amor, respeto, justicia y tolerancia universales, más allá de posiciones religiosas.