Los ecuatorianos somos los bobos de esta guerra

Daniel Márquez Soares

Esta es una guerra que nos vino de afuera. La droga que sale de aquí no se produce en Ecuador, sino que carteles extranjeros se encariñaron de nuestros puertos y de la civilidad que reina en nuestras rutas terrestres —en comparación, claro está, con el infierno de extorsión y expolio que reina en los caminos equivalentes de los países productores—. Las armas y la munición que han inundado el país tampoco se producen aquí, sino que nos las meten, a precios ‘amigables’. El dinero sucio que lo financia todo tampoco viene de los bolsillos raquíticos de nuestros desventurados compatriotas consumidores, sino de los 21 millones de usuarios regulares de cocaína que hay en el mundo (según el último informe de la ONU), una cantidad que —contra todo pronóstico— lleva una década creciendo y que crece cada vez más rápido, tres cuartas partes de la cual son ciudadanos del estresado y productivo Primer Mundo. Tampoco se produce aquí toda esa cultura basura —cinematográfica, musical e incluso académica— que endiosa la violencia delincuencial, el entregarse a los impulsos bestiales y la apariencia criminal, y que ha propiciado un muy efectivo lavado de cerebro multitudinario. Tampoco son de nuestra creación todas esas ‘sofisticadas’ teorías jurídicas y sociológicas que, pacientemente, se colaron tanto en nuestro ordenamiento jurídico como en la formación de nuestros educadores, policías y soldados, hasta lograr dejar a nuestro Estado atado de manos, emasculado y subordinado. Nuestra tradición delictiva tampoco solía contemplar esas formas atroces —tan mexicas o afrocaribeñas— de arrebatar una vida o de profanar los restos de un enemigo que se ven ahora en las matanzas carcelarias o en los puentes peatonales.

Uno esperaría —ahora que ya todo parece haberse ido, literalmente, al Diablo y que ya estamos matándonos a manos llenas— que por lo menos la carnicería fuese entre nosotros, entre ecuatorianos. Pero no. Ni siquiera eso. Nuestras autoridades ya están celebrando la adquisición de sofisticados sistemas comprados al Primer Mundo —o sea, al final ellos se quedan con el dinero y con la cocaína, nosotros con los muertos, las esquirlas, los escombros y, además, endeudados—. Un ex vicepresidente colombiano tuvo el desparpajo, en televisión nacional, de ¡ofrecernos la ayuda de altos oficiales colombianos que ahora están desempleados! Genial; quizás pueden compartirnos el gran modelo colombiano: perpetuar un conflicto interno, habituarse a perversidades indescriptibles —como matar a pobres a traición para luego vestirlos de guerrilleros y reclamar condecoraciones y bonos—, duplicar la producción de cocaína, tornarse crónicamente dependiente de fuerzas militares y de la justicia extranjeras, y hacer que grandes grupos económicos internos, en lugar de acabar con el negocio del narcotráfico, se adueñen de él. Con nuestra mala suerte, seguro que pronto comenzarán también ya a llegar todos esos académicos y cronistas que van por el mundo buscando siempre países que les faciliten tragedias de las cuales lucrar. A este paso, pronto muchos en el mundo exterior necesitarán, por cuestiones de estabilidad laboral, que no dejemos de matarnos.

Si nos matáramos con armas hechas por nosotros, sin mendigar ayuda extranjera para analizar y tomar decisiones, y por un botín que se queda aquí, toda esta tragedia absurda serviría para al menos alumbrar algo de trabajo, conocimiento e infraestructura; pero hasta la bicoca que aquí se reparte termina yéndose en excentricidades importadas inútiles y apiñándose en cuentas afuera. En el festín mundial del delito, los ecuatorianos somos los bobos sin conciencia nacional a los que solo les tocan los muertos y la desesperanza.