Los desastres de la guerra

Por Daniel Márquez Soares

El estallido de prosperidad que vivió Estados Unidos durante las tres décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial engendró una desafortunada confusión —que dura ya varias generaciones— sobre la guerra y sus efectos: la creencia de que guerrear es buen negocio. No se debe confundir un hecho con los sucesos posteriores. El combate, la guerra en sí, no enriqueció en absoluto a ningún país, sino que tras la conflagración la potencia norteamericana pudo dictar las reglas del comercio y de las finanzas mundiales a su favor, algo que llena sus arcas a diario hasta hoy.

Sin embargo, aquello se trató de un caso único en la historia. Normalmente un país, incluso cuando gana, sale de una guerra lastimado, empobrecido y endeudado, y el botín resultante poca diferencia hace. Por eso los clásicos de diversas culturas advertían ya hace milenios sobre los desastrosos efectos de las guerras prolongadas e insistían en la necesidad de sentar un orden que garantizara la paz, el trabajo y el comercio.

La guerra es dañina no solo por la destrucción que se sufre a manos del enemigo, sino también por todo lo que se deja de producir. Cada artilugio bélico está diseñado para destruirse —para chocar, estallar, arder— con el magro consuelo de que en el proceso le ocasionará al adversario una devastación aun mayor. Todo el tiempo y el trabajo que requirió producir esos implementos efímeros se pudo haber destinado a crear algo duradero y benéfico. Cuando la conflagración termina, todo un sector de la sociedad suele haberse especializado ya en ese tipo de producción y  hacer que vuelva a enfocarse en ámbitos civiles suele ser dificilísimo.

Pero el peor costo es el humano. Más allá del valor sagrado de una vida, con cada persona que muere en una guerra— por lo general un hombre joven—, muere también todo su conocimiento acumulado de años, todo lo que iba a producir y todo el consumo que iba a generar a lo largo de su vida. Es, además, el recurso más difícil de reponer; a diferencia de lo que sucede con las máquinas o las obras, la sociedad necesita décadas para volver a producir un adulto equivalente.

Quizás todo esto luzca obvio, pero es urgente tenerlo presente en estos tiempos de enardecimiento.

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