Las promesas que Meza no podrá cumplir

Daniel Márquez Soares

Nadie quisiera estar en el lugar del perito Roberto Meza. Mentir es reprochable y vergonzoso, pero basta un poco de descaro y quemeimportismo para sobrellevarlo; uno puede aferrarse a sus mentiras, sin importar que le enrostren la evidencia, y sanseacabó. En cambio, hacer promesas que uno no puede cumplir es muchísimo más grave. No importa cuántos pretextos e historias uno invente, al final, tarde o temprano, uno tiene que responder por aquello que ofreció. Y cuando llega la hora, simplemente no hay forma de materializar algo que no existe.

Ecuador sigue atorado en el mito del ‘experto internacional’ capaz de solucionar cualquier misterio. Solo los complejos de inferioridad pueden explicar que un pueblo piense que alguien de afuera —que no conoce las minucias locales y carece de ese conocimiento de la realidad nacional que solo se obtiene tras décadas de diaria experiencia— puede desentrañar problemas complejísimos acaecidos en un lugar y una sociedad que apenas conoce. La gente competente e íntegra no suele prestarse para ese tipo de iniciativas, pero a los aventureros codiciosos les fascinan. Así, el perito Meza no ha tenido problema en lucrar de los complejos de los ecuatorianos, vendiéndole humo a un Estado siempre hambriento de aprobación y reconocimiento.

El perito argentino, radicado en Brasil, fue contratado varias veces por el Gobierno en la década pasada y nunca dudó en prometer cosas que no podía cumplir. En un ejemplo supremo de osadía, llegó hasta a afirmar que conocía la verdad sobre el caso Restrepo. Tampoco tuvo empacho en, sin explicar de dónde lo había sacado, señalar al supuesto autor material del asesinato del general Jorge Gabela —alguien que, muy convenientemente, ya está muerto y no puede defenderse— y ahora ha creado la fantasía de un supuesto ‘tercer informe’ donde se encontrarían ‘los nombres de los autores intelectuales’. Nuestra Corte Constitucional, en una muestra más de cómo el exceso de inteligencia a veces solo conduce a la autodestrucción, ordenó al Estado recontratar a Meza; el experto argentino, consciente de que pocas veces se tiene un cliente tonto, con dinero y además obligado a comprar legalmente los servicios de uno, aprovechó para cobrar una suma varias veces mayor. En un patético intento de lidiar con la Contraloría, al pobre Gobierno no le ha quedado más que pagar con dinero destinado al rubro de Inteligencia —algo absurdo—.

En este caso sí que ‘la culpa es de Correa’. El asesinato del general Jorge Gabela implica un dilema incómodo. Por más que haya sentenciados por el caso, no es claro si estamos ante los ladrones más audaces y excéntricos —que siguen a una víctima aleatoria toda la noche e incursionan en una urbanización cerrada en la que corren muchísimos riesgos—, o ante los sicarios más torpes de la historia política del país —que eligen la peor hora, el lugar más incierto y asumen riesgos inaceptables hasta en su forma de disparar—. Sin embargo, en la vida real, a diferencia de en las películas, nunca hay un esclarecimiento total de un crimen, ese momento de la ‘gran revelación’; simplemente, hay preguntas que nunca llegan a responderse. En lugar de aceptar eso, el expresidente Rafael Correa fue lo suficientemente incauto como para ceder a las presiones políticas, desautorizar a la Justicia y crear una comisión para destapar una conspiración que ni siquiera está claro que exista. Al hacerlo, abrió una puerta al infierno de la politiquería y la especulación que ya nadie pudo cerrar.

La respuesta a este supuesto misterio no debería ser tan difícil de encontrar. Debería buscársela, primeramente, en aquellos reos sentenciados que, según la Justicia, cometieron el crimen. El Estado cuenta con suficientes herramientas y recursos como para, de una forma u otra, extraerles toda la verdad. Si no, se supone que la conoce también el perito Meza; dice que no tiene copia alguna de su informe, pero una persona con las capacidades cognitivas que se requieren para hacer el trabajo que él está haciendo por supuesto que tiene una memoria suficiente como para recordar las conclusiones a las que llegó. ¿Acaso no podría, aunque sea de forma discreta y reservada, facilitar los indicios o la evidencia que conduzcan a ellas?

Lamentablemente, la verdad ya no importa en esto. Los propios miembros de la comisión creada por el Presidente alcanzan a percibir ya el embrollo en el que están metidos y no dejan de insistir en que el informe no tiene la última palabra, que las respuestas definitivas solo vendrán de los fiscales y de los jueces. Por lo general, un caso de este tipo en nuestro país se hubiese resuelto con la aparición de algún ‘testigo caído del cielo’ que involucraría al objetivo político de turno —en este caso a Rafael Correa— y le echaría la culpa a un montón de gente que ya murió y no puede defenderse —como se hizo con León Febres Cordero y Édgar Vaca—. Sin embargo, ahora la Justicia ya no parece tan políticamente sumisa como era en los noventa o en la década pasada, y la víctima, en este caso, no despierta tantas simpatías como los jóvenes víctimas de la coyuntura de la Guerra Fría.

El desenlace más probable es que las dudas sobre el crimen nunca terminen de esclarecerse, pero el tiro en el pie que se ha dado el Estado ecuatoriano —gracias a la comisión de Correa, a la de la Asamblea de los tiempos de Moreno y a la Corte Constitucional— basta de sobra para que, una vez más, el Sistema Interamericano de Derechos Humanos condene al Ecuador por incompetente. Solo quedan dos dudas. La primera es si el Ecuador, llegado el momento, al menos se defenderá ante la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos Humanos, y protegerá por su patrimonio, o si aflojará la chequera a la primera, como tantas veces lo ha hecho, ante los mismos abogados de siempre. La segunda es qué truco se va a sacar del sombrero, esta vez, el perito Roberto Meza.