La tierra, no la fibra óptica

Daniel Márquez Soares

Consumadas las nuevas iniciativas con respecto a las islas Galápagos y al Yasuní, el Ecuador enfrenta una nueva configuración. Probablemente, en sus clásicos arrebatos de no querer aceptar los reveses, el expresidente Rafael Correa se sentirá en la obligación ‘patriótica’ de restarle legitimidad a dichos acuerdos. El motivo fundamental para ello será el evitar el paulatino debilitamiento de la República de Montecristi y su particular diseño.

Si se desata toda esa incertidumbre alrededor de acuerdos tan importantes e intrincados, lo más probable es que se agudice todavía más el descenso de calidad de vida, la violencia y  la estampida de gente que huye del país, más aún de lo que ya implica el descenso energético y de ingresos per se. Todo ello terminará suscitando un lamentable reacomodo alrededor del más importante bien que tiene un país: la tierra.

Cuando la tierra no es de nadie, sino que le pertenece al Estado bajo conceptos etéreos como “pluralismo”, “multiculturalidad”, “espíritu de la selva”, etc., los verdaderos propietarios terminan siendo los organismos dueños de esa narrativa. ¿Quiénes son?

Sin embargo, en última instancia, quien garantiza y garantizará esa distribución de la tierra, en última instancia, no es un supuesto consenso, sino el  equilibrio fundante de fuerzas sobre el cual se sostiene ese consenso. En el caso de la Sierra, como suele suceder con los pueblos de montaña, ese acuerdo no se sostiene en instituciones como Asambleas Constituyentes ni en talleres de capacitación, sino en entendimientos muchas veces más viejos que la República misma y casi siempre bañados en sangre en su origen. A veces, quien juega mucho PlayStation y pasa demasiado tiempo en el celular no entiende que esos arreglos son muchísimo más sólidos y perennes que cualquier cosa sostenida apenas en fibra óptica o exabruptos de YouTube.