La sensatez siempre vuelve

Daniel Márquez Soares

Los seres humanos siempre terminamos aprendiendo a discernir lo correcto de lo incorrecto, lo beneficioso de lo perjudicial. Para ello, basta que tengamos libertad de elegir y suficiente tiempo para equivocarnos y razonar. No importa cuán elaborada sea una mentira, ni cuán blindado luzca un fraude; de nada sirve lo que digan las modas intelectuales, la industria del entretenimiento o los ‘expertos’ del momento; a la larga, los delirios terminan, la gente recupera la cordura y la verdad, por más obvia que sea, brilla. En ese sentido, estas últimas semanas han sido esperanzadoras y fecundas en muestras de cómo la sensatez termina imponiéndose.

Durante varios años, muchas de las personas más experimentadas y biensucedidas del mundo de las finanzas han advertido sobre el absurdo de las criptomonedas. Alertaban que, a la larga, se trataba de otro momento de locura del mercado más en la historia económica del mundo, que consistía en cambiar dinero real por algo que no existía en verdad y que todo el negocio se asentaba en encontrar alguien aun más bobo a quien venderle a mejor el precio ese humo que uno había comprado. Se advertía también sobre la inviabilidad —inmoralidad, incluso—de la nueva figura del joven geniecillo billonario emprendedor que estaba surgiendo en el mundo de las grandes empresas de tecnología, ese sujeto que se enriquecía gracias a alguna supuesta innovación pero que al mismo tiempo exhibía una torpeza social extrema, un desdén por las formas y un desprecio total por los tradicionales valores empresariales de laboriosidad, austeridad y liderazgo. Así, lo sucedido con FTX y Sam Bankam-Fried  —el desplome final de una mentira de más de diez mil millones de dólares— constituye un retorno a la sensatez.

La derrota de Jair Bolsonaro en Brasil y el declive de Donald Trump dentro del Partido Republicano estadounidense —dos personajes cuya personalidad y códigos de comportamiento, más allá de los aciertos ideológicos que puedan convocar, constituyen verdaderos monumentos a la irracionalidad frenética— demuestran también que, a la larga, los seres humanos aprendemos a alejarnos de aquello que nos hace daño.

No obstante, ese proceso de aprendizaje requiere dejar que la gente coseche las consecuencias de sus malas decisiones; si no, no hay estímulo alguno para extraer lecciones. Ecuador ha tardado tanto tiempo en superar las mentiras e ideas equivocadas que abrazó desde 2007 porque, al igual que en tantas otras ocasiones antes en su historia, la clase política opta por postergar o enmascarar los efectos que, por justicia, deberían recaer sobre la sociedad. Con ello, lo único que se logra es alargar dolorosamente las mentiras y traspasar los efectos a las futuras generaciones —que son inocentes—. Pero a la larga, la verdad siempre se impone y los delirios terminan; tarde o temprano terminaremos renegando de todas esas mentiras sobre las que se levantó la república de Montecristi.