La fantasía del pueblo malvado

Daniel Márquez Soares

En estos tiempos de crisis y campaña electoral, hay que tener cuidado de no creerse esa idea torpe de que el drama nacional tiene un origen moral. Quienes afirman eso, están convencidos de que el subdesarrollo del país se debe, principalmente, a los vicios —egoísmo, pereza, codicia, inclinación al robo, etc.— que supuestamente exhibe la población.

Esa creencia sobre nuestra inferioridad moral está, lamentablemente, en sintonía con nuestra histórica tendencia masoquista. Constituye el pretexto perfecto para no hacer nada. Primero, hay que tener presentes que variables como ‘honestidad’, ‘integridad’ o ‘patriotismo’ no son medibles —peor aún, en algunos casos, como los supuestos indicadores de transparencia, parten de apreciaciones descaradamente subjetivas—. Un pueblo puede pasarse infinitamente buscando mejorarlas, como el burro de la fábula que persigue la zanahoria que cuelga frente a sus ojos, y nunca faltará quien diga que todavía falta para alcanzar dichas virtudes. Segundo, nos distrae de aquello que sí es tangible y transformable, como las condiciones materiales o las reglas del juego.

Los costumbres de las personas no tienen un origen etéreo —no es que se origina de un susurro divino o demoníaco— sino que surgen de la repetición de un comportamiento racional ante las circunstancias imperantes. En Ecuador, desde hace generaciones se ha levantado un sistema que, a nivel público, fomenta el parasitismo, la inoperancia y el esbirrismo. ¿Por qué nos sorprende que nos hayamos adaptado perfectamente a semejantes estímulos, al punto de parecer tontos y autodestructivos? Ante reglas en sentido contrario nos comportaríamos, con idéntico rigor, de forma diametralmente opuesta. Lo mismo sucede con las condiciones materiales. Preferimos creernos ‘ricos, pero pobremente administrados’ ( lo cual equivale a decir ‘somos pobres por malos y ladrones’), en lugar de aceptar que simplemente no fuimos bendecidos con tantos recurso como creemos.

Basta viajar un poco para descubrir, con decepción, que muchos pueblos ‘desarrollados’ son, cuando pueden, tan pecaminosos como nosotros o que otros, virtuosos, son bastante más miserables. No somos malvados; somos lo que han querido que seamos.