Los Sin Nombre y la eutanasia

Gonzalo Ordóñez

 Las ruedas de la moto engullen el asfalto de la Avenida Occidental, a 80 km por hora. Escucho la canción ‘900 miles’ de The Avener, que suena en el interior, es curioso, parece como si las paredes del casco se expanden dejando el suficiente espacio a la música, al mismo tiempo la calota interior, formada por poliestireno expandido, aprieta mi rostro.

Hoy es un día especial, los No Name, mi grupo de moteros (motociclistas) vamos a participar en la fiesta de cumpleaños del pequeño hijo de Paola Roldán, la joven madre y esposa que hace poco solicitó al Tribunal de Garantías Constitucionales la despenalización de la eutanasia. Resulta que el niño es fan de la Scudería Ferrari así que el plan es vestirnos de pilotos de Fórmula 1.

Durante la semana dirigidos por Cristina Celi, especialista en eventos para niños y Luis Costales su compañero e integrante de los No Name, planificamos la gincana que se efectuaría en el jardín de su casa, ella miraría todo desde su ventana.

Esta nota tiene dos historias que son solo una: la del amor por la vida. A menudo se piensa que los moteros no respetamos la vida, ya saben por eso de ‘mejor cómprate una pistola’; pero es, al contrario, un reconocimiento de la fragilidad de la existencia y el riesgo siempre presente de dejar los huesos en la carretera, por eso el símbolo de la calavera que nos identifica.

También representa otra fragilidad, nuestra necesidad de socialización y pertenencia a un grupo, la amistad es una fuerza protectora y sanadora. El aislamiento es una forma de muerte interior.

El pedido para que se despenalice la eutanasia, es también una decisión estética, porque la vida debe ser bella, como un colibrí que bate sus alas 30 veces por segundo, el movimiento es parte de esa belleza, algo que perdió Paola.

Para un motero la vida es movimiento, pero si tienes un grupo de amigos que te acompañan en las rodadas, tu corazón se distribuye entre muchos latidos que viajan sincronizados con el rugir de los motores. Imaginar que no puedo subir a la moto y recorrer los caminos, por cualquier razón, me desgarra. ¡Qué pequeño sentimiento frente a lo que ocurre con Paola! La diferencia es tan grande que permite comprender la dimensión de lo que significa no poder abrazar a su familia o caminar junto a su pequeño por el patio.

Los moteros reconocemos el valor de la existencia porque lo único que nos protege es nuestro cuerpo, el riesgo es parte de la ruta. La eutanasia no es un suicidio, es una decisión respetuosa consigo misma, con su familia y profundamente amorosa con la vida porque cuando se pierde el sentido de incertidumbre que acompaña la ruta, como le ocurre a Paola, que tiene la certeza de que ella no sostiene su existencia, sino un respirador, el valor de la vida también se escapa; el control de sí misma es necesario para asumir también los riesgos que implica caminar hacia el futuro.

Para continuar con la historia, me detengo para cargar gasolina, pero la moto no enciende, la faringitis que me había diagnosticado el otorrino la tarde anterior no pudo detenerme, pero nada podía hacer con un desperfecto eléctrico.

Los veo partir con tristeza, así es la vida, una nada entre dos angustias como decía Sartre, el filósofo existencialista, no sabemos de dónde venimos ni a dónde vamos solo que existimos, así absurdamente, sin más.

Miro las fotografías del evento, los niños en la Navi, una pequeña Honda de 110 cc. con sus caritas de experiencia nueva, ataviados con sus cajas de cartón con tirantes, pintadas como automóviles de carreras y por supuesto a los moteros con sus sonrisas de niños y sus trajes de pilotos, porque cuando compartimos la felicidad todos somos niños.

La última imagen es del hijo de Paola sentado sobre ella apagando las velas, el dolor y la alegría se mezclan, no puedo evitar derramar unas lágrimas, dolorosamente esperanzadoras de que la humanidad predomine y se le conceda la eutanasia.