El primer acto de corrupción

“El primer acto de corrupción es aceptar un cargo público para el que no se está preparado” es un adagio popular que -aunque no confío en los refranes- describe lo que frecuentemente sucede en la función pública de nuestro país.

Una parte de las razones (pero nunca justificaciones) de este fenómeno suele estar en el plano político: favores o clientelismo político. A veces se da por simple ‘amiguismo’, y ni el uso de cuotas políticas legalmente establecidas justifica la designación de quien no tenga las competencias para dicha función.

Lo cierto es que es un mal que hemos visto en todos los gobiernos, sin importar tendencia o ideología política; y que a pesar del crecimiento en la educación, especialización y profesionalización en la población, pareciera seguir vigente e imperturbable.

Que sea común no lo hace menos grave. Cuando se confía la gestión pública a alguien que no tiene la capacidad para ello, no solo se están usando ineficientemente recursos del Estado, sino que, además, dicha incapacidad se manifiesta en problemas que quedan sin resolver y afectan posiblemente cientos de miles de vidas.

Si bien estar preparado no siempre se traduce en una buena gestión, es el mínimo indispensable de una; y existen muchas formas de estarlo: conocimientos, competencias o experiencias relevantes para el cargo. Esquivar la preparación y por tanto, la responsabilidad que requiere la función pública, desprestigia y desnaturaliza su esencia y razón de ser.

Nuestro país necesita de funcionarios técnicos, preparados y comprometidos. Y como ciudadanos debemos exigir que así sea porque en última instancia son nuestras vidas las que directa o indirectamente se verán impactadas por ellos. Por eso, cada vez que veamos una nueva designación pública o tengamos la posibilidad de decidir sobre ella, cabe preguntarnos: ¿realmente está preparado para dicho cargo?