El inútil deseo de armarse

Daniel Márquez Soares

Liberalizar la tenencia y el porte de armas, ante el problema de inseguridad que enfrenta el país, sería una reacción emotiva e impulsiva, producto de la desesperación. Como todas las iniciativas de ese tipo, sería placentera, pero no por ello deja de ser irracional y, sobre todo, irremediablemente inútil.

Una solución tan primaria —armarse— ante un problema tan complejo —la inseguridad producto del desmoronamiento de todo nuestro edificio social e institucional— parte de una serie de supuestos equivocados. El primero es creer que todo ciudadano está dispuesto a dispararle a un malhechor; eso, afortunadamente, no es cierto —la inmensa mayoría de personas se muestran reticentes a emplear un arma sobre el prójimo, aun cuando la razón está de su lado—. El segundo es creer que los ecuatorianos, solo por desearlo, ya estarán en capacidad de armarse, cuando la verdad es que somos un pueblo pobre, sin industria armamentística propia, y que las armas y la munición son un lujo caro; aun si se legalizan, con las armas sucedería lo mismo que con la educación o salud de calidad: tendríamos el derecho a ella, la desearíamos, pero poco podrían pagar lo que cuestan. El tercero, y el más absurdo, es creer que los ciudadanos armados tendrían la capacidad de reducir el crimen. Muchas víctimas del crimen son personas que también estaban armadas, que tenían acceso a armas o que, aun con arma, no hubiesen tenido manera de evitarlo; otras, como las de las cárceles, estaban en lugares donde de todas formas jamás será posible emplear armas; si se analiza con frialdad, se verá que el porte de armas de nada hubiese servido en la mayoría de casos de nuestro entorno.

Claro que siempre es posible defender el armamentismo por puro fervor ideológico o por fanática convicción libertaria. Solo que de hacerlo, debemos estar dispuestos a pagar el impuesto en suicidios, accidentes con armas de fuego, peleas de borrachos, de celosos o de conductores que terminan en tiroteos, y el costo para el ciudadano de vivir mejorando su arsenal en una perpetua carrera armamentística, movida por el miedo y la búsqueda de status. Y morirá quien tenga que morir.

Llevar armas y agarrarse a tiros con bandidos es un oficio de profesionales; es mejor dejárselo al Estado. Si es que no existen funcionarios a la altura de la tarea, lo justo es exigirle a las autoridades que los formen, en lugar de reclamar armas para aficionados con sed de gloria y anhelos de virilidad.