El dañino mito de la represión

Daniel Márquez Soares

El sistema político ecuatoriano actual está construido sobre una serie de mentiras que, poco a poco, empiezan a pasarle una dolorosa y abultada factura al país. Si la nueva política militarista e hiperviril del régimen del presidente Guillermo Lasso —con la burda propaganda sentimental, llena de drama bélico y escenas más propias de videojuegos— y la supuesta ‘alianza’ con Israel —apenas una compra de armas prematuramente anunciada, como tantas otras— despiertan hoy el frenético apoyo de las masas sedientas de violencia es, justamente, por culpa de la calumnia que se creó alrededor de la lucha de la democracia ecuatoriana contra los movimientos radicales armados de izquierda durante los ochenta. De verdad, los ecuatorianos hemos terminado creyéndonos el absurdo cuento de que la ‘subversión’ no prosperó porque una política de terrorismo de Estado con la asesoría de macabros mercenarios israelíes se lo impidió. Esa mentira tan ordinaria prospera apenas porque beneficia a ambos bandos —tanto a la ‘izquierda’ como a los que apoyan la ‘represión’—. Los verdaderos motivos por los que Ecuador no se hundió en una guerra civil hace cuatro décadas son otros.

El primero, sobre el que siempre hay que insistir, es que, más allá del habitual puñado de psicópatas que hay en todo lado y de la maleabilidad de la mente juvenil, la inmensa mayoría de los supuestos ‘guerrilleros’ ecuatorianos carecían de esa maldad genuinamente sanguinaria, sádica y cobarde que requiere el terrorismo de cuerpo entero. La mayoría de las operaciones que condujeron fueron de una sencillez e ingenuidad casi enternecedora, y fue esa misma falta de malicia la que hizo que fuesen tan fácilmente infiltrados y neutralizados. En contraste, el secuestro y asesinato de Nahim Isaías —que tanto horrorizó al país por la fanática violencia que destiló—, fue protagonizado por curtidos combatientes colombianos.

El segundo fue la hábil gestión diplomática que, en el auge de la Guerra Fría en Latinoamérica y sus batallas, llevaron a cabo funcionarios ecuatorianos de diferentes tiendas, orígenes e ideologías en Estados Unidos, Cuba, Colombia, Panamá, El Salvador e, incluso, Nicaragua. Gracias a ello, se logró que ningún gobierno extranjero buscase inocular aquí —con armas, ideas, entrenamientos, santuario y agentes— el virus de las guerras fratricidas.

El tercero fue el trabajo concertado de la clase política, la Justicia y la Policía. Todo el país cerró filas alrededor de la causa de no permitir que el terrorismo prosperara aquí y el Estado en su conjunto apoyó a las fuerzas del orden. Quien derrotó a los guerrilleros no fue una banda de pistoleros desalmados, sino toda una generación de jóvenes agentes profesionales que, por medio de un paciente trabajo de investigación, inteligencia, infiltración y persuasión, lograron que la inmensa mayoría de aspirantes a guerrilleros abandonaran la ‘lucha’, pusieron tras las rejas a unos pocos intransigentes y abatieron a un puñado de fanáticos que, llegado el momento, optaron por morir fieles a sus principios.

El supuesto terrorismo de Estado y los supuestos verdugos israelíes nunca existieron. El caso Ran Gazit fue una farsa que se investigó hasta la saciedad y cuyo único motivo de ser fue el afán de hundir políticamente, a costa de lo que fuera, al expresidente León Febres Cordero. Más allá de libelos o pasquines, Gazit fue un simple asesor en sistemas de seguridad —con la tecnología de la época—, y el único motivo por el cual su contribución puntual jamás se aclaró oficialmente, pese a que dio varias entrevistas, fue porque el expresidente Febres Cordero siempre insistió en cargar él solo con la responsabilidad de las decisiones que se tomaron en la lucha contrainsurgente y jamás involucrar o mencionar a otras personas. Creer en cuentos de mercenarios extranjeros aniquilando ecuatorianos implica no solo inventarse una leyenda negra que nunca existió, sino también negarle el justo reconocimiento a todos esos policías y funcionarios ecuatorianos —de la Justicia y de la diplomacia— que llevaron a cabo su trabajo con admirable profesionalismo y eficacia.

El cuarto fue el sesudo y maduro proceso de diálogo que condujo el gobierno del entonces presidente Rodrigo Borja, que logró, afortunadamente, que los remanentes de dichos grupos radicales —que no eran pocos, que estaban suficientemente armados y que para entonces ya tenían abundante experiencia y ganas de ajustar cuentas— recapacitaran y renunciaran a la violencia.

El quinto, y quizás el más importante, fue la admirable capacidad que todavía tenía nuestra sociedad en aquel entonces para perdonar, olvidar y seguir adelante. Tanto los ‘subversivos’ como los familiares de sus víctimas, así como las autoridades y funcionarios encargados de combatirlos, supieron pasar la página. Autores materiales e intelectuales, cómplices y encubridores de hechos siniestros —algunos tras cumplir breves penas y otros ni eso— siguieron con sus vidas sin retaliaciones.

Desgraciadamente, a muchos les conviene esa mentira de la represión desenfrenada patrocinada por el Estado y apoyada por israelíes en los ochenta. Gracias a ella, algunos miembros de la ‘izquierda’ se presentan como víctimas o valientes sobrevivientes. Vendedores de armas y sistemas de defensa lucran de la fama de esos eficaces e implacables mercenarios israelíes que solo existieron en la mente de los mitómanos. En esa mentira, los sectores más sanguinarios de la ‘derecha’ encuentran el pretexto para exigir la violencia estatal que tanto les gusta —acorde a su racismo y clasismo— y aplauden frenéticos cuando esta se produce.

Sería bueno que todos aquellos que participaron y tomaron parte en la efectiva pacificación del país y en la defensa de su democracia hablaran más. No solo porque de sus experiencias se extraerían valiosas lecciones para el presente, sino porque solo eso puede evitar que las mentiras lucrativas sigan creciendo y perennizándose.