La sed española de jóvenes

Daniel Márquez Soares

En días recientes, el Banco de España anunció que España necesitaría, dentro de treinta años, solo para mantener su sistema de pensiones, 24 millones más de inmigrantes trabajando en el país. Si se tiene en cuenta que ya existen 13 millones de inmigrantes en territorio español y que, para 2050, las proyecciones apuntan a que la población se habrá reducido a poco más de 40 millones de habitantes, la cifra requerida resulta asombrosa. Básicamente, estamos ante un país de ancianos que necesitará importar a trabajadores extranjeros para que los mantengan.

España, con su desastrosa tasa de natalidad de que no llega ni siquiera a 1,2 hijos por mujer —cuando solo para mantener la población se requiere 2,1—, es un caso extremo de lo que ha venido sucediendo con Occidente. Generaciones enteras, por una pobre comprensión de la economía y de la ecología, prefirieron dedicarse al consumo y a la producción, pero se olvidaron de procrear. El resultado son sociedades sin juventud, en las que pronto ya no habrá una masa de consumidores y de trabajadores que accionen la economía, ni, peor aún, aportantes que paguen las jubilaciones de los ancianos —quienes, además, están acostumbrados, tras una vida de entrega al trabajo y al consumo, a un nivel de vida elevado. Por eso es que ahora España otorga la ciudadanía con tanta facilidad e incluso hace la vista gorda ante la misteriosa proliferación, a todas luces fraudulenta, de supuestos descendientes de judíos sefardíes.

Pero no es solo España. El mundo desarrollado necesita jóvenes. Hemos llegado a un momento de la historia en que cualquier persona racionalmente saludable, con educación básica y capacidad cognitiva normal, que no sea delincuente y que esté dispuesta a trabajar, es un recurso atesorado por un montón de países que necesitan esos contribuyentes, aportantes, consumidores y trabajadores. Mientras, en Ecuador, desaprovechamos ese valiosísimo recurso.