La lucha por el alma de la Policía

Daniel Márquez Soares

Cuando hace más de una década el Gobierno inició una profunda transformación de la Policía, cundió el optimismo entre la ciudadanía. Se aumentó considerablemente el sueldo de los policías, se mejoró muchísimo las condiciones de trabajo y se eliminaron ciertas prácticas que, ante los ojos de muchos, constituían flagrante injerencia extranjera; se reforzó también la formación en respeto a los derechos humanos y al debido proceso, y se disolvió a las unidades de la policía más polémicas.

Desgraciadamente, lo que aparentaba ser solo un esfuerzo de modernización y ordenamiento del Estado, escondía también el afán de un grupo político de tomarse, para su servicio, la Policía Nacional. Conforme esta institución se alejaba de sus antiguos tutores —unos sectores de las fuerzas de seguridad estadounidenses, y los sectores políticos y exoficiales nacionales alineados con ellas— y se acercaba a los nuevos mandamases —funcionarios del régimen del expresidente Rafael Correa y su difusa ideología—, se agravó dentro de ella la perenne mala costumbre del chisme, la intriga, el muñequeo y el cálculo de poder.

 El asesinato de Fernando Villavicencio ha servido para poner en vitrina cuán vil y desfachatada es este momento la disputa por el alma de la Policía. El exministro José Serrano —hombre de estremecedora inteligencia a quien le correspondió conducir el escarmiento posterior al 30 de septiembre de 2010 y el posterior reacomodo de la institución— se ha dedicado desde su seguro exilio a levantar acusaciones gravísimas, como que la Policía sabía de la presencia del ‘combo’ de sicarios en el país —aunque no aportó ninguna evidencia de ello— o que los partes levantados por los agentes son falsos. Además, acusa a una banda —contra la que tiene una comprensible inquina personal— de haber infiltrado cientos de miembros dentro de la Policía; tampoco ofrece evidencia de ello. Sobra decir que, del otro lado del espectro político, toda la comunidad de exmiembros de servicios de Inteligencia disidentes de Correa también levantan acusaciones igualmente osadas y dañinas.

Lo único que estos procederes demuestran, así como las oportunas filtraciones que estos actores reciben, es una Policía dividida, nerviosa y acomplejada. Muchos de sus más importantes miembros no tienen empacho en repartir información peligrosa para la seguridad nacional o en circular medias verdades con tal de congraciarse con el primer político o activista que les ofrezca algo de seguridad y estabilidad. Los más inescrupulosos actores políticos lo aprovechan y todo vale: echar mano de documentos que legalmente debieron haber sido destruidos en su momento, de grabaciones hechas a escondidas entre oficiales que deberían tener un elevado sentido del honor o hasta amenazar con filtraciones a cualquier rival incómodo. Usar algo tan grave como el cobarde asesinato de Fernando Villavicencio, resulta sombrío. Andar en chismes, intrigas y demás pequeñeces se vuelve lamentable cuando, gracias a ello, se deja de hacer bien el trabajo y se pierden vidas.

Si no se remedia a tiempo, el caos policial traerá el riesgo de la privatización de la seguridad nacional. Una Policía desprestigiada y desmoralizada, que no tiene nada más que ofrecer a sus miembros que un sueldo estable, perderá su mejor capital humano y, con ello, la confianza ciudadana. Lo mejor de ella se incorporará al sector privado que, con los cambios normativos que están en proceso, no tardará en armarse más y mejor que cualquier banda o, incluso, unidad policial. Por ejemplo, los mejores analistas, los mejores archivos y la mejor tecnología de vigilancia ya están en manos del sector privado.

Ese Ecuador sería una tierra caotizada en la que solo los muy ricos o los muy poderosos vivirán en relativa paz; y serán ellos los únicos que tendrán el privilegio de ordeñar a gusto a una tierra y a un pueblo que ya no estarán en capacidad de defenderse.

Si llegamos a eso, recordemos al menos que en los 80 y en los 90 sí tuvimos un país que era envidia mundial en contraterrorismo y en antinarcóticos; y que en la década correísta también contamos con una Policía sumamente diestra en mantener el orden y la paz a nivel comunitario. Sin embargo, las jugarretas politiqueras bajas lo destruyeron todo.