Inversión extranjera para patriotas ingenuos

Daniel Márquez Soares

Por falta de capital, a los ecuatorianos se nos desbarata gran parte de la infraestructura del país y nuestros recursos naturales permanecen en la tierra sin ser explotados, pese a que muchos compatriotas tienen necesidades urgentes desatendidas. Al mismo tiempo, el mundo vive un momento de abundancia nunca antes vista y nuevos centros, receptores y beneficiario de mares de capitales de todo el mundo, florecen. Lo curioso es que la mayoría de esos nuevos centros, como los del Medio Oriente o del este asiático, no son en absoluto democracias ni cuentan con generosos estados de derecho como el nuestro; tampoco, es justo decirlo, tienen regímenes amorales e incondicionales con el dinero, como esos que pululaban en esta zona en los noventa. Quizás, ahora que estamos tan hambrientos de capital, los ecuatorianos podemos aprender un par de lecciones de aquellas naciones otrora tan miserables y hoy tan prósperas.

Lo primero es no tener vergüenza de aceptar los propios traumas. ¿Si a las personas se les tolera y justifica sus taras producto de un pasado doloroso, por qué no hacer lo mismo con un pueblo? Ecuador es un país al que la historia le ha enseñado a desconfiar del capital extranjero  y de los amos extranjeros del capital nacional. A inicios de los cuarenta, intereses económicos foráneos nos arrebataron medio territorio nacional y nos dejaron luego seis décadas viviendo en la incertidumbre, preguntándonos cada mañana si es que acaso ese sería el día en el que nuestro gigante vecino nos asestaría el definitivo golpe de gracia que nos convertiría en apátridas.  Mientras vivíamos en esas circunstancias, capitalistas extranjeros se cebaban con nosotros, sea para vendernos armas a precios impagables, para hacernos adictos a créditos tóxicos, para alcoholizarnos con brebajes finos importados o para esquilmar nuestro subsuelo. Luego, cuando, a fines del siglo pasado, terminada la Guerra Fría y solucionado el conflicto territorial, creímos que había llegado un momento de serenidad, se suscitó el descalabro del Estado, el fin de la moneda nacional y la destrucción financiera de la clase media gracias a una ley financiera amoral y apátrida; una cruel coincidencia quiso que, aunque también había ecuatorianos de abolengo entre los implicados, la opinión pública señalara como culpables a un puñado de banqueros de apellidos semíticos, estadounidenses y/o casados con foráneas que terminaron huyendo al extranjero o a sus países de origen, en muchos casos todavía con patrimonio que disfrutar. Veintitrés años luego de ello, tenemos una pléyade de exmandatarios y exfuncionarios evasores de la justicia, cobijados por potencias extranjeras, incendiando el país desde lejos; como no solo somos decentes sino también pobres, no lidiamos con los prófugos enemigos del Estado de la forma como Israel, Cuba, China, Rusia —o incluso Estados Unidos cuando ataja jets en islas del Atlántico norte— lo hacen. Con todo ese historial a cuestas, ¿no es acaso comprensible que los ecuatorianos seamos desconfiados, incluso aversos, a la inversión extranjera?

El extremo de consumirse en la pobreza extrema al que condena la xenofobia tampoco es viable, pero quizás podemos aprender de aquellos países no solo a respetar los traumas, sino también a lidiar con los capitalistas que vienen de fuera y sus riquezas. Lo primero es entender que el capital es importante, pero no es más importante que los elementos materiales o espirituales de un pueblo. Tal y como la oligarquía ucraniana está aprendiendo ahora, cuando llega la hora, el capital — ya sean los ceros y los unos de los servidores o las divisas de las bóvedas— no se defiende por medio de cuestiones etéreas como ‘confianza’, ‘instituciones’ o ‘imperio de la ley’, sino por medio de elementos groseramente reales, como acero, combustible, pólvora y, sobre todo, hombres jóvenes. Si el capital no viene acompañado de esos elementos, no debe ser tomado muy en serio. Por eso, sea por medio de la ley o al menos por medio de la costumbre, el inversionista extranjero debe ser siempre conminado a comprar tierra, a adquirir la ciudadanía, a tener hijos aquí, a casarlos con nacionales, a apadrinar artistas, intelectuales y deportistas locales,  y todas esas viejas prácticas que eran habituales y sobreentendidas en ese pasado no tan lejano en que el mundo era más ordenado. Quizás haya barreras legales y constitucionales que lo impidan, pero en estos tiempos en que las necesidades apremian y las leyes son lo de menos, bien podría la clase política ponerse a trabajar en ello.

Si un ser humano decente invierte en un lugar es porque juzga que ese lugar tiene un futuro prometedor —solo un saqueador inmundo invierte en un sitio que siente que se está hundiendo, para ordeñar a manos llenas mientras todavía se puede—; en ese sentido, es justo asegurar que Ecuador es un buen lugar para invertir. Es cierto que hay algunos problemas pendientes, pero en medio de un mundo que en gran parte se está yendo al garete, esta tierra conserva aún lo fundamental: la comida todavía sabe a comida, aún es fácil escuchar niños riendo, hay largas horas de sol, la lluvia abunda, la tierra sobra y la gente todavía, en su gran mayoría, conserva esos vestigios cada vez más escasos y valiosos de humanidad y sensatez popular. Quizás el destino de la tierra ecuatoriana sea el ser sede y testigo de inmensa riqueza gracias a una avalancha de capital proveniente de afuera, pero en ese caso sería justo pensar también en el bienestar de todos los que mantuvieron, preservaron y salvaguardaron este lugar, a un costo elevadísimo, durante todos esos precedentes siglos de pobreza.