Después de ciento cincuenta años

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Carlos Freile

El 25 de marzo de 1874 el Ecuador en pleno se consagró al Sagrado Corazón de Jesús; era el primer país en tomar esta iniciativa, con la participación masiva de casi toda la población y con sus autoridades a la cabeza: religiosas, civiles, militares… Es verdad que al principio el presidente Gabriel García Moreno se opuso por considerar que nuestra sociedad no cumplía la condiciones para tal acontecimiento, pues abundaban los actos inmorales, contrarios a la Ley de Dios. Por eso, la Iglesia, con el arzobispo de Quito  Mons. José I. Checa a la cabeza, impulsó una campaña de reflexión y conversión con misiones populares a lo largo y ancho de la patria, estos eventos finalizaron con multitudinarias confesiones y comuniones generales.

Contrariamente a lo afirmado por los historiadores liberales, los años que siguieron, aun bajo la dictadura del también liberal Ignacio de Veintemilla, la sociedad ecuatoriana mejoró notablemente en su comportamiento social; también en los años de los gobiernos “progresistas” la moral pública mantuvo un nivel alto; por eso los defensores de la revolución alfarista se dedicaron a calumniar a sus dirigentes y a inventar ventas y negociados, sin que faltase la falsificación de documentos.

Gracias a la acción centenaria de los maestros laicistas en distintos escenarios, el Ecuador actual ya no es un país católico, su sociedad ha apostatado de manera paulatina pero constante. La actuación de los legisladores y de quienes velan por nuestras leyes muestra una evidente indiferencia por las enseñanzas de la Iglesia Católica, en especial por la moral. Antes el protagonista de actos reñidos con la ética conocía su claudicación, ahora ya no existen parámetros para la conducta, no se conocen ni el mal ni el bien. Alguien dirá que este fenómeno se da en todo el mundo occidental, y es verdad; las consecuencias están a la vista, no es necesario describirlas. Solo el tiempo mostrará que las consecuencias de estas consecuencias serán desastrosas.

En pocas palabras, nuestra sociedad se ha desconsagrado tal vez sin darse cuenta, con esa impavidez propia de los pueblos inmaduros y manejables. Y no ha sabido encontrar un sustituto que garantice, aun dentro de las limitaciones del ser humano, una fundamentación mínima de la moralidad pública y privada. Y vengan palos por decirlo.