Bukele, el caudillo de la tierra sanguinaria

Daniel Márquez Soares

Hasta hace pocos años, cuando las maras –el término con el que se denomina a las pandillas criminales en Centroamérica— reinaban en El Salvador, todos quienes conocían la historia de esa tierra no lograban entender cómo el Estado y el pueblo salvadoreño lo permitían. Lo lógico era que una nación tan amante de la guerra y de la sangre resolviese todo en un frenético estallido de violencia, como tantas veces lo había hecho en el pasado. Aparentemente, era la presión económica y política de la comunidad internacional —resultante de los acuerdos de paz que pusieron fin a la guerra civil— lo único que mantenía los instintos salvadoreños a raya. Hasta que llegó Nayib Bukele.

El actual caudillo salvadoreño es parte de una larga tradición de líderes carismáticos, resueltos, violentos y —a la larga— infructuosos que ha producido esa tierra. En 1932, el general Maximiliano Hernández Martínez —un filofascista teósofo severo y simplón— aprovechó un levantamiento comunista —tan rudimentario como indescriptiblemente sanguinario, es decir a lo salvadoreño— para desatar una matanza asustadora en nombre de la razón de Estado. Fusiló sumariamente a la cúpula comunista y ordenó una masacre de la población indígena de la zona con las mejores tierras del país. Es difícil hablar de cifras exactas de muertos en un hecho que acaeció bajo una dictadura y que además ha sido explotado hasta el cansancio por la propaganda izquierdista, pero se supone que fueron varios miles. A la matanza le siguió una dictadura de más de una década —de férrea censura política y de prensa, la construcción de una serie de tabúes y prohibiciones que reprimieron a las culturas indígenas, y el empleo de aquellas tierras para la agroexportación. Como resultado de ello, los salvadoreños vivieron un veloz proceso de mestizaje, lo indígena se desvaneció y la oligarquía agroexportadora se fortaleció. Mientras el mundo se retorcía por los efectos de la Segunda Guerra Mundial, El Salvador vivía un aislamiento relativamente cómodo en el que además estaba prohibida la migración de asiáticos o negros.

Luego vendrían una serie de dictaduras que impondrían, durante dos décadas, un modelo autoritario desarrollista que, en materia de infraestructura y crecimiento económico resultaría sumamente exitoso. La industrialización a la que se encaminaba El Salvador y su acelerada conquista económica del mercado centroamericano lo colocaban, en aquel entonces, en el mismo pelotón de los ‘Tigres Asiáticos’. Al mismo tiempo, se reprimía la efervescencia política de los inicios de la Guerra Fría —en los cincuentes y sesentas— con implacable severidad y sadismo, y quien quiera que no estuviese conforme con ese modelo autoritario manufacturero agroexportador estaba en serio peligro. Sin embargo, paradójicamente, los salvadoreños veían como mientras en países vecinos, como Guatemala, la cuestión indígena y el pluralismo político derivaban en un caos interminable, o como en Honduras y Nicaragua —gobernadas por tiranos más perezosos e indulgentes— el atraso era perenne, ellos vivían en condiciones razonables de orden y progreso gracias a las soluciones drásticas que Hernández Martínez y los militares que lo siguieron habían implementado.

Pero fue justo el excesivo vigor salvadoreño el que terminó propiciando la guerra con Honduras que —aunque breve y ganada por paliza— destruyó el sueño salvadoreño de industrializarse y convertirse en una potencia regional. Inmediatamente, la izquierda que había sido aplastada por décadas renació. Durante los setenta, todas las familias más pudientes de El Salvador tuvieron a uno de sus miembros secuestrado o asesinado; del otro lado, los escuadrones de la muerte operaron con una saña que se les anticipó tres décadas a los carteles mexicanos.

Finalmente, en los ochenta el espejismo terminó de desvanecerse cuando la guerra civil comenzó. La esperanza y la dicha de la época dorada se fue, pero la violencia, la compañera de siempre, se afincó como nunca. La guerra civil salvadoreña se libró con un grado de ingenio, eficacia y sangre fría que dejó hasta a Fidel Castro y a Reagan con la boca abierta. Las acciones que se dieron alcanzarían para llenar tomos enteros de enciclopedias de las mejores operaciones militares. La guerrilla —entre muchas otras cosas— logró destruir las megaobras de infraestructura más simbólicas del país, secuestrar a la hija del presidente, asesinar al fiscal general con una carga que solo lo despedazo a él pero dejó ilesos a quienes lo acompañaban en el vehículo blindado, ingresar a la capital y tomarse el hotel más importante con el presidente de la OEA dentro, ejecutar al oficial norteamericano de más alto rango que haya muerto en un despliegue en Latinoamérica o destruir el grueso de la fuerza aérea con una operación de infiltración y sabotaje a la base. El Estado, a su vez, logró resistir, pese a la apatía de Carter y a la pusilanimidad de todo el establecimiento demócrata cristiano mundial; quintuplicaron sus fuerzas en base a voluntarios y, exhibiendo un arrojo impresionante, alumbraron un ejército profesional que resistió el embate del Bloque Oriental que había barrido Nicaragua, Rodesia, Angola, Mozambique y Somalia. Ambos bandos condujeron exitosas estrategias de decapitación de la fuerza opuesta y llevaron a cabo matanzas de un alcanza y una perversidad indescriptibles; pero también, al sufrirlas, las sobrellevaron con inexplicable estoicismo. Tal fue el alcance del delirio, que la comunidad internacional tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para acalmar a ese pueblo que llevaba veinte años matándose y parecía tener ganas de hacerlo por cien años más. La paz se firmó en 1992, pero entonces vinieron las maras.

Es inevitable que las decenas de miles de huérfanos, viudas, testigos de violencia extrema, personas empobrecidas abandonadas por el Estado, armas y, sobre todo, ciudadanos versados en el arte de hacer daño que deja una guerra conllevan un costo. En el caso de El Salvador, fueron las maras. Durante casi tres décadas, sembraron un imperio de una maldad tal que invitaba hasta a las mentes más curtidas a creer en el influjo demoníaco. Varias cosas llamaban la atención: el exacerbado, casi innecesario, grado de crueldad; la falta de propósito de su ‘empresa’ y la displicencia suicida, desdeñando a la ley e invitando a la muerte, con la que se conducían; a diferencia de los narcotraficantes mexicanos o colombianos, los mareros salvadoreños vivían mal y ganaban una miseria, pero no parecía importarles —su verdadera recompensa era la sangre y el sufrimiento—.

Y entonces llegó Bukele. Con ayuda de la tecnología moderna, creó un aparataje de propaganda para azuzar al pueblo y así lograr el poder total. Ya hay cien mil presos, entre ellos muchos por delaciones sin pruebas, por tener amigos inadecuados, por hablar de cierta forma o por llevar tatuajes. Los presentan rapados, semidesnudos, atados en fila, apiñados unos contra otros, huyendo agachados de las porras de los guardias, atiborrados en cárceles recién construidas, mientras el gobierno destruye las lápidas de sus compañeros caídos a combazos. Se asemeja muchísimo, demasiado, a lo que hicieron los grandes tiranos totalitarios del siglo XX, ¡pero a la gente le encanta! Lo idolatran, porque no hay nada más fiel a la historia salvadoreña y coherente con ella que Nayib Bukele.

Muchos de los hombres duros salvadoreños tuvieron finales siniestros. Tarde o temprano, les faltaron los recursos para mantener su modelo, debieron dar un paso al costado y, luego de un tiempo, la justicia —la divina, el karma, no la terrenal— vino a su encuentro. Que eso vaya a suceder con Bukele al fin y al cabo, no se puede saber, pero lo que sí es cierto es que su costoso modelo de sociedad presidiaria no es sostenible y, sobre todo, que la violencia no se arreglará con más violencia, sobre todo entre salvadoreños.