Para qué sirve la libertad

Por lo general, los latinoamericanos valoran la democracia y saben que no es
posible avanzar hacia la modernidad sin instituciones democráticas, como
quedó demostrado con las dictaduras militares que padecimos en los años 60.

Pero, paradójicamente, son muy pocos los que comprenden el papel
trascendental de la libertad individual y los derechos de propiedad.

Según el viejo engaño socialista, la libertad es un lujo inútil cuando no se
tiene pan. Así pues, la libertad no tendría valor práctico para los pobres.
Lo cierto es lo opuesto: sin libertad, los pobres no pueden albergar
esperanza alguna. Si no se liberan de los grilletes estatistas, jamás podrán
prosperar.

La libertad no es un adorno que sólo interese a los ricos. De hecho, es a
los ricos a quienes menos interesa la libertad: su poder económico les
asegura el disfrute de generosos fueros y concesiones. Lo mismo cabe decir
de quienes ejercen el poder político: hasta en Cuba el poder garantiza a
quienes lo detentan privilegios parecidos a los que disfrutan los hombres
libres.

A quienes más interesa que triunfe la libertad es a los pobres. Los países
que salieron de la miseria lo lograron liberando la producción y el comercio
y dejando hacer a sus habitantes. No hay excepción: sin libertad, ni hay
dignidad ni hay pan.

La libertad como instrumento para el desarrollo no es algo nuevo. El
filósofo Adam Smith explicó hace ya 230 años, en La riqueza de las naciones,
por qué unos países se enriquecen y otros se hunden en la miseria. En los
mercados libres de injerencias gubernamentales la gente promueve el
bienestar social aun cuando no lo pretenda (de hecho, si tal fuese su
objetivo, comentaba Smith, no lo haría mejor). La libertad económica y la
libre competencia tienen como consecuencia el progreso y la armonía entre
trabajadores, consumidores, capitalistas y empresarios.

En la Inglaterra del siglo XVIII la pobreza era espantosa, peor que la que
se registra hoy en Haití, y an algunos paises latinoamericanos. La
producción de la tierra había llegado a su límite y apenas lograba alimentar
a los 6 millones de habitantes que por entonces contaba el país. La oportuna
liberalización de la economía y la fuerte protección que se brindó a la
propiedad privada dieron lugar al «gran milagro» de la Revolución
Industrial: en pocas décadas la población se duplicó, y, aunque en un primer
momento las condiciones de vida fueron espantosas, el capitalismo derramó el
cuerno de la abundancia sobre un pueblo hambriento y salvó de la muerte a
millones de personas.

Pero los socialistas tergiversaron la historia e hicieron creer a la gente
que el campesino había sido más próspero y feliz que el obrero industrial.

Hoy es abrumadora la evidencia de que la libertad trae el desarrollo. Cuanto
más libre es una economía, mayor es la inversión que atrae, más elevados son
los salarios y más alto el nivel de vida de la gente. Por el contrario,
cuanto más estatista es la economía, mayor es la corrupción, la inseguridad,
la violencia y la miseria.

No existe un solo ejemplo en la historia de un
país en el que las políticas intervencionistas y proteccionistas hayan
logrado un crecimiento sostenido capaz de elevar el ingreso per cápita por
encima de los 15.000 dólares anuales (la mitad del ingreso de los países más
libres).

Ahora bien, no basta con liberalizar, desregular y privatizar los mercados.
Sin unas instituciones democráticas sólidas, las reformas desembocan en
monopolios y corrupciones. La historia nos enseña que sólo la plena vigencia
del Estado de Derecho garantiza la libertad económica, así como los frutos
que ésta brinda.

«La plena vigencia…» Y es que no estamos hablando de cualquier democracia.
La democracia irrestricta, no defiende la libertad ni la propiedad, sino
que, más bien, las destruye. El crecimiento y el bienestar sólo se consiguen
en aquellas democracias constitucionales donde se limita estrictamente el
poder del Gobierno.

La libertad no es un lujo, y a nadie beneficia más que a los pobres.

Patricio Varsariah
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