Marcela Ribadeneira, una escritora sin punto final

DAMIÁN DE LA TORRE AYORA

Por momentos hay flashes, en instantes la cámara solo hace un intermitente ‘click’. La luz o el sonido inquietan a Marcela Ribadeneira. Se sienta, se pone de pie. Sonríe por exigencia. Posa por obligación.

El set de fotos es una tortura de la que le llevará tiempo sobreponerse. Pasarán minutos para que tome un primer sorbo de cerveza. Pasarán aún más minutos para que se relaje y sonría sin exigencias, sin poses.

Entre la tensión y el relajamiento, la escritora comparte su proceso de trabajo que le llevó a concebir ‘Golems’, un libro de cuentos (publicado por El Conejo), que incluye los relatos: ‘Solomillo’, ‘Borrador final’, ‘Las islas’, ‘Perros de Chernóbil’, ‘La física de las balas’ y el texto que da nombre al libro.

La personaje de ‘Perros de Chernóbil’ dice que develará nuestro destino. ¿Qué quiere develar Marcela Ribadeneira con sus cuentos?

No tengo una meta específica con el libro. Este proceso de escritura me sirvió para darle cuerpo a ciertas ideas con respecto a la vida, a la existencia, temas pretenciosos, pero que quería pensarlos. Por eso es que la vida, la muerte, la descomposición están presentes en estas historias. Quería escribir sobre lo que me interesa: el organismo vivo y el fenómeno de la conciencia.

¿Siempre rondas por esos temas?

Es que siempre están, pero son más recurrentes ahora, sobre todo por mi salud. Pienso que si hubiese una meta ulterior con estos cuentos, sería el recorrer los rincones del horror, el terror a la muerte, a la enfermedad, a la vida misma.

Tras leer los cuentos, en medio de ácido, sangre, océanos, mucha agua, tenía una sensación de que se vive en una sociedad en estado líquido, donde nada es sólido. ¿Tienes también esa sensación?

Creo que hemos dejado de lado ciertos compromisos. Parecería que nos hemos vuelto inmunes ante cosas que deberían importarnos. No pensamos sobre por qué estoy vivo, o por qué tengo en mi plato un cadáver. Hay cosas que deberían darnos horror, pero te entumeces.

No, en tu caso…

Creo que las coyunturas rigen. Pienso que desde el arte o la literatura se puede plantear posturas. Hay activismo desde varios espacios y creo que desde la cultura es válido hacerlo. Me preocupa cómo reaccionamos ante unas coyunturas atroces: femicidio, machismo, xenofobia, racismo. Entonces, creo que en medio de todo está el horror a las coyunturas y a las preguntas y miedos existenciales.

¿Tienes menos miedo tras escribir el libro?

No, realmente. Creo que los miedos siempre están. Con el libro los planteo, veo hacia dónde van, hasta dónde es posible explorar con el lenguaje las cosas que te asustan o te interesan. Creo que logré clarificar un poquito la extensión de mis propios miedos.

En ‘Solomillo’ aparece una niña con estrés por ver cadáveres en su plato. Muchos escritores se estresan escribiendo. Cuando escribes, ¿eres esa niña?

Durante el proceso de ‘Golems’ fue la primera vez que la escritura no me aterró, que no me paralicé. De hecho, pienso que me aflojaron la parálisis (risas). Sí, en serio, me recuerdo en pijama a las diez de la mañana, tomando alguna cosita mientras escribo (vuelve a reír). La verdad, es la primera vez que hubo comunión con la escritura. Es la primera vez que me sentí muy cómoda, no como hace un momento, porque me aterran las fotos.

Quiteña. Amante del cine y la literatura, se ha desempeñado como editora y periodista.
Quiteña. Amante del cine y la literatura, se ha desempeñado como editora y periodista.

Lo noté…

No tienes idea, realmente me aterran. Volviendo a ‘Solomillo’, con ese cuento recuerdo mucho mi niñez. No solo en esa historia sino en todo el libro hay muchas cosas personales, pero no en sentido figurativo: no narro capítulos de mi vida. De niña recuerdo que íbamos con mi papá y mi familia en algún viaje, veíamos las pastizales de Machachi, y si me pasaban solomillo lo comía sin preguntarme nada. Con el tiempo es lo que tengo esa sensación de remordimiento. En ese cuento pienso que me hago las preguntas que me hubiese querido hacer cuando era una niña.

En ‘Borrador final’ te refieres a la prostitución de la ficción. ¿En este libro sientes que algo se ha prostituido? ¿La ficción o la realidad?

Uf, puede ser (risas). Creo que es algo que uno siempre trata de evitar. No tengo nada en contra de que un personaje sea tu álter ego, pero sí pienso que le quitas con eso mucho vuelo a la ficción. Me gusta que los personajes tengan vida propia. Siempre trato de evitarlo, pero sí pienso que, de alguna manera, narrar ficción es contarse a uno mismo: a pesar de que crees personajes muy distintos, está tu mirada frente al mundo.

¿En qué momento tus cuentos ya eran un borrador final?

No creo que llegan a serlo. Sé que si ahorita agarro el libro, voy a encontrar algo, voy a editar o cambiar una palabra. Ninguno es un borrador final. A alguien le comenté que siempre incluyo cuentos reescritos. De hecho, ‘Borrador final’ es un cuento reescrito de hace dos años y ya es otra versión. Creo que nunca llegas a un cuento perfecto, por lo menos en mi caso, que me gusta pensarlos como un cubo de Rubik desarmado.

La armonía de lo imperfecto…

Lo que pienso es que, al final, el conjunto de tu obra habla sobre ti, y eso es súper revelador. Eso te puede contar si has crecido como narradora, o lo contrario. Si alguien se fija en eso, si se percatara en esa forma de trabajo, me sentiría hasta desnudada. Reescribir te ayuda a corregir los errores y asumirlos.

La vida de Irene, una de tus personajes, es triste porque no puede ser contada. ¿Cómo quisieras que se cuente tu vida?

Uy, no lo sé. Quizás después de tres cervezas lo sepa (Marcela vuelve a reír, hasta tomar un poco de cerveza). Solo un sorbo necesité, ya sé: sinceramente, creo que lo más relevante que hago es ayudar a que otras vidas sean mejores, y eso es rescatable, aunque no hago lo suficiente. Y me refiero a mi trabajo de voluntariado con los gatos, que lo hago con Eduardo (Varas, su esposo).

¿Qué le dices a la gente que te diría por qué a los gatos y no a las personas?

Nada. Cada uno asume sus causas y compromisos.

Una faceta tuya se centra en realizar textos sobre cine. Tomando una escena de uno de tus cuentos. ¿Tu amor se dio cuando Tim Roth te disparó una bala imaginaria calibre cine?

Yo estudié dirección de cine cuando aquí ni existía el Consejo Nacional de Cine, algo duro, pero que no tiene que ver con la realidad de mi elección de trabajo. Tú viste cómo me puse al momento de las fotografías. Bueno, me aterro más cuando tengo que tratar con mucha gente.

Fue duro asumir que algo que me fascina, que me hubiese encantado ejercer, no me traería paz mental: ahí pensé en poner mi cuota desde la escritura sobre cine.

Perfil
Marcela Ribadeneira

Escritora, crítica de cine y artista visual ecuatoriana (Quito, 1982). Estudió Dirección Cinematográfica en la Scuola Internazionale di Cinema e Televisione (NUCT), en Roma. Se ha desempeñado como editora de la revista Gatopardo Ecuador.

Sus artículos se han publicado en medios nacionales e internacionales.Junto a su esposo, Eduardo Varas, fundó la editorial La Línea Negra. Publicó el libro ‘Matrioskas’.