¿Ecuador debe pensar en una Asamblea Constituyente?

Cualquier propuesta de ‘refundar’, una vez más, el Estado ecuatoriano requiere repasar una serie de aparentes obviedades que deberían tener en cuenta, por elemental honestidad intelectual,  quienes mencionan esa propuesta. 

ANÁLISIS.

Caen asesinados políticos cada vez más importantes. La percepción y los indicadores de inseguridad aumentan. La base energética del país se reduce. La economía no crece significativamente desde hace una década. La paulatina evolución hacia un mundo multipolar cada vez más anárquico se siente. Se vive otro éxodo migratorio de la mano de una crisis carcelaria. No existen ni siquiera cifras actualizadas consensuadas sobre cuestiones fundamentales como población, futuro de la seguridad social, el verdadero costo de la producción petrolera en el sector público, inmigración extranjera, registro de vehículos y maquinaria, la cantidad de dinero en el país o la producción minera. Pese al esfuerzo sincero de tantos funcionarios honestos, parece imposible dar con soluciones seguras, sostenibles y legales. Mientras unos culpan a las autoridades, otros culpan al sistema en su conjunto. Ante ello, hay los que llaman a un ‘gran acuerdo’, ‘pacto nacional’  o ‘consensos’ –términos calcados de países en los que grupos autodenominados, con apoyo extranjero, representantes del pueblo hicieron concesiones con tal de instaurar una ‘democracia’ y prevenir el retorno de un régimen de facto-. Otros juzgan que lo correcto es convocar nuevamente a una Asamblea Constituyente. Por último, hay quienes creen que el orden constituido actual está herido de muerte y que es apenas cuestión de tiempo antes de que el pueblo ecuatoriano, en ejercicio de su soberanía, reclame uno nuevo.

 A diferencia de experiencias anteriores, como las de 1945, 1978, 1998 o 2008, motivadas por el clima ideológico imperante entre la clase política del momento, la del presente buscaría instaurar un nuevo modelo que permita al Estado sobrevivir ante amenazas nunca antes vistas y una transformación sin parangón de las condiciones externas e internas. Reemplazar el escenario institucional resultante de la toma del Estado—paulatina y pacífica, pero total— que arrancó con el golpe del 20 de abril de 2005 y continúa hasta hoy, no es tan fácil. Aun contando con las mismas destrezas y con fortuna similares a la que tuvieron los mentalizadores y ejecutores de dicho proceso, los obstáculos que se enfrentarían hoy serían muchísimo mayores. 

La vía del ‘gran acuerdo’ suena desde hace al menos 40 años y apenas ha derivado en proyectos muy puntuales o en la aparición de una serie de organizaciones con una imparable puerta giratoria. 

La vía constitucional

La opción de una Asamblea Constituyente existe, en teoría, en la Constitución vigente, pero en la práctica apenas merece ser tomada en cuenta.  El Art. 444 determina que esta solo podrá ser convocada a través de consulta popular y ofrece tres vías para ello. El problema es que esta también debe establecer la forma de elección de las representantes y las reglas del proceso electoral. Además, la Constitución resultante deberá ser aprobada por la mitad más uno de los votos válidos. Esto implica que la consulta sobre la convocatoria y la elección de representantes debería ser aprobada por la Corte Constitucional, lo cual, dada la naturaleza e historial de esta, basta para poner fin a cualquier posibilidad de un cambio significativo. Requeriría, además, el involucramiento del Consejo Nacional Electoral bajo el formato actual, lo cual conllevaría una interrogante inaceptable para un proceso de semejante dimensión. Además, resulta poco probable que llegue a existir el respaldo necesario en las urnas que se requiere en dos ocasiones para aprobar el proyecto. Difícilmente un relámpago cae dos veces en el mismo sitio. 

Se podría pensar en reformar ese artículo, pero el artículo 441 establece que una enmiendas de la Constitución solo pueden darse siempre que, coincidencia, “no modifique el proceso de reforma de la constitución”.

Siempre es posible llevar a cabo, de todas maneras, un proceso menos prolijo y hacerlo a empellones —posiblemente ya existen incluso planes desarrollados para ello por algunos movimientos—, pero la historia reciente, tanto en el caso de la Asamblea Constituyente de Montecristi como en la consulta popular de 2018, demuestra que ello le resta legitimidad, apoyo y, sobre todo, esa vida útil larga que suelen tener las cosas que se hacen con buena fe e integridad.

La vía ‘de facto’

Una ruptura provisional del orden constitucional, algo muy típico en los momentos difíciles de la historia ecuatoriana y que ha dado pie a transformaciones radicales en diferentes momentos, como la construcción de la infraestructura petrolera, la promulgación del Código de Trabajo o la reforma agraria, enfrenta similares obstáculos.

El Ecuador de hoy está irremediablemente atado a Estados Unidos. Ello no se debe a la afinidad de algún líder con ese país, sino a la dolarización, a la migración de ecuatorianos —muchos de ellos de segunda o tercera generación, con doble nacionalidad— a la adscripción de la clase política a la visión norteamericana del Estado y la política desde hace más de un siglo, al Sistema Interamericano de Derechos Humanos y un largo etcétera. Estados Unidos no necesita hacer nada nuevo para que Ecuador no colapse, bastaría con que se limitara, soberanamente, a dejar de hacer una serie de cosas para que el país colapsara en poco tiempo. Ninguna otra potencia mundial o regional esté en capacidad, tanto por limitaciones materiales como institucionales, de reemplazarlo. Así, cualquier paso en esa dirección requiere de la venia estadounidense, algo que requeriría de una profunda gestión diplomática.   

Al mismo tiempo, el marco legal vigente constituye un poderoso disuasivo para cualquier iniciativa de esa índole. Aunque atrás ha quedado el Código Penal pasado con toda esa amplia tipificación de ‘delitos de función de servidoras y servidores policiales y militares’ que se empleó, por ejemplo, para escarmentar a quienes tomaron parte en los incidentes del 30 de septiembre de 2010, el actual Código Orgánico Integral Penal, con sus ‘delitos contra la eficiencia de la administración pública’ basta para hacer que cualquier funcionario con ánimos conspirativos se la piense —más aún teniendo en cuenta la situación del la Justicia y del sistema penitenciario— varias veces antes de embarcarse en cualquier aventura condenada al fracaso. Y a todo ello se le deben sumar los siempre ambiguos acuerdos internacionales en materia de derechos humanos que, pese al declive reciente de la idea de ‘justicia universal’,  pesan como una espada de Damocles sobre cualquier participante en actos de esta índole. 

Jurídica y administrativamente Ecuador ha enfrentado, tradicionalmente, problemas durante las rupturas del orden constitucional a lo largo de su historia. A diferencia de los países del Cono Sur — donde las rupturas contemplaban un accionar jurídico-legal tan sólido y eficiente como el militar-operacional—, en Ecuador esos procesos se han producido de una forma mucho más pacífica y serena, pero también legalmente sinuosa y opaca. Ello ha obligado siempre a que, ante los dilemas que surgen inevitablemente, la clase política a cargo de la ruptura se vea obligada a decantarse por una ‘continuidad’ del sistema; eso, en el contexto actual, terminaría contradiciendo el propósito mismo del acto. 

La tentación de la soberbia

Desgraciadamente, en el plano logístico-operativo, Ecuador sí ha acumulado una valiosa experiencia de seguir operando en medio de crisis severas, como la pandemia o los más recientes levantamientos, manteniendo en circunstancias extremas el flujo de bienes y divisas que permite al país mantenerse operativo. Ello puede resultar un arma de doble filo e invitar a sectores de la clase política a subestimar de forma soberbia las dificultades que un verdadero proceso de ruptura conllevaría. 

En última instancia, en un futuro, la clase política es la que deberá decidir en su fuero íntimo si el país ha llegado a un punto en el que ese proceder se torna digno de consideración. Vale recordar que, en estos días, personajes y escenarios que hace poco resultaban impensables se han vuelto reales. 

Sin embargo, también es justo recordar siempre la encomiable y ejemplar capacidad de perdón, olvido y conciliación que la clase política exhibió siempre en nuestra historia reciente. El general Frank Vargas Pazzos perdonó e incluso optó por jamás mencionar, incluso negar, lo que sufrió en su detención, por salvaguardar la honra nacional y el bien común. El expresidente León Febres Cordero se reconcilió en vida, con gallarda discreción, con muchos de los autores de las más dolorosas traiciones. El coronel Lucio Gutiérrez demostró una capacidad de pasar la página digna de encomio tras humillaciones capaces de sacudir las fibras más profundas. Y hay decenas de ejemplos más. ¿En qué momento la soberbia, la inclemencia, la rabia y la venganza se convirtieron en valores dignos de profesar en público e inyectar en la ciudadanía, cada vez más hambrienta de referentes morales? Nadie está por encima de la ley, pero la palabra de ciertas personas en Ecuador siempre fue más clara y sólida que cualquier ley; eso es lo que fuerzas misteriosas, aparentemente interesadas en destazar el país, se niegan a entender. (DMS)