Axis Mundi

Por Miguel Molina Díaz

“Y entonces   erguidas   como si un pensamiento las

moviese   desde los mismos nevados   desde las mismas

piedras   desde los mismos vacíos   comenzaron su

marcha sin ley las impresionantes cordilleras de Chile”

Raúl Zurita, Cumbres de los Andes.

Pensaste que todo aquello iba a durar semanas, quizá meses, pero no tanto tiempo. Advertiste en ti las marcas de lo irreal o del horror que, por fin lo supiste, son tan parecidas. Esas primeras semanas de encierro, todavía sin tener la capacidad de entender nada, experimentaste un apocalipsis dentro de tu mente. Te recorrió el miedo. Pensaste en tu último baile, con la sospecha de que tu cuerpo nunca más iba a sentir esa plenitud. ¿Qué música era? Salsa, por supuesto. Periódico de ayer, de Héctor Lavoe. Jamás te había sucedido que las noticias relataran durante tantos días la misma historia. Que la materia olvidada de ayer iba a ser, la madrugada siguiente, sensacional, noticia confirmada, una y otra vez. Nunca te imaginaste que Guayaquil te iba a doler de esa manera, como un dolor de huesos, como una desesperación sin remedio, como el terror. Eran los heraldos negros y, no sin pavor, lo sabías.

Hoy, pocos años después, cuando el virus empieza a ser controlado en los márgenes del mundo, eres capaz de saberte sobreviviente. ¿Cuántas veces, desde que todo empezó, creíste que morirías? ¿Que tu sistema inmunológico podía perecer como tantos otros? ¿Estabas dispuesta a renunciar a lo que hubieras deseado que fuera tu futuro? El futuro es frágil. Eso aprendiste. Todo es frágil. ¿Hay algo que no lo sea? Además, nunca fuiste tan consciente del mundo. Sí, del mundo. De que la pandemia se acabó o se controló, con demasiada antelación, en los países ricos. En los países blancos. Y mientras ellos recuperaban la vida —lo cual, para ti era como decir bailar salsa, sudor con sudor, temblor del cuerpo contra temblor del cuerpo en la catarata de la música— tu país, y gran parte del mundo, seguía bajo el dominio del virus y de las ratas que se robaban las vacunas. ¿Recuerdas lo que sentiste el día en que te administraron la vacuna? Por supuesto que lo recuerdas, te vinieron a la mente los rostros de tus abuelos, los rostros de los padres de tus amigas, todas las voces que ya sólo escuchabas en el fuego ardiente de tu memoria, que ese día era como una caldera. Se te humedecieron los ojos. Pensaste en la que habías sido antes del virus, antes de todo esto. Te sentiste más vieja y, por unos instantes, dichosa.

No vamos a hablar del pasado ni del futuro, sólo del presente. Aunque tú y yo sabemos que este instante carga la memoria de todo lo irrecuperable, de aquellos días de nuestras vidas en que estuvimos confinados, aterrorizados, rotos. De lo que perdimos. Y también de aquellos momentos de gracia, en medio del desastre. ¿Recuerdas el día en que te fugaste, con una amiga y un amigo, a una hostería en Mindo? Los hospitales no daban abasto, todos los días había muertos, familias destrozadas, frustración. Pero ya no podías más. Debías recordar que, pese a todo, eras un cuerpo, un deseo, un corazón que late, unos dedos que ansiaban tocar, acariciar, padecer. ¿Era justo inhibirse de gozar, luego de tanta soledad, de otras bocas, texturas o extremidades? ¿De recordar la sensación de otra temperatura en tu piel? El sentido de lo lúdico, sin lugar a duda, nos salva, más aún cuando nos entregamos con todo el cuerpo. No es compasivo contigo misma sentir culpa por permitirte disfrutar, menos aún en una época tan frágil, en que cualquier día podía ser el último. No podías dejar, en este punto, que el temor al contagio te matara por dentro. Esos riesgos, que la opinión pública condenaba, tenían un sentido.

Y tuvieron más sentido tiempo después. Cuando subiste a Cruz Loma, camino al Ruco, y el acto de mirar a San Francisco de Quito te hizo imaginar humo blanco sobre los techos de los edificios a lo largo y ancho de la ciudad. El virus, aparentemente, había sido vencido y había paz. Lágrimas salían sin parar de tus ojos. Todo volvería a ser lo que fue. ¿Volvería? Esas semanas, luego del ascenso al Ruco Pichincha y de tu vacuna, fueron inolvidables. Los titulares sobre el fin de la pandemia alcanzaron página entera, y como en la canción de Héctor Lavoe, en el álbum de tu vida, en una página escondida, se iban incrustando tantas historias. Lo de Mindo había sido una pequeña anécdota, solamente. Volviste a la salsa. Volviste a tu cuerpo, a ser habitante de una ciudad, a compartir esa ciudad con otros cuerpos, que sentías, que olías, cuyos sabores finalmente percibías con el sentido del gusto. La percepción, o catástrofe, del sabor. Atrás quedó esa forma desolada de masturbarte, como si fuera lo último que ibas a lograr en vida. Atrás querías que quedara esa sucesión de imágenes tristes que te provocaba el encierro: las ilusorias aplicaciones para buscar pareja, el sinsentido del día a día, las muertes, los gritos de tu vecina agredida por su pareja, las enfermedades mentales, el derrumbamiento de tantas personas.

El retorno del placer, sin embargo, te permitió un alto grado de conciencia. Entonces dijiste: No, ya nada puede volver a su estado inicial. Estábamos más viejos. La resaca de todo lo sufrido ya se había empozado en el alma. La pandemia sacó lo mejor y lo peor de nosotros, de todos, sobre todo lo peor. El tiempo no se recupera. Feminicidios, fobias, autodestrucción. Hubo oscuridad. Y hubo plantas. Ibas a recordar, para siempre, tu repentina y salvadora devoción a las plantas, una devoción que para ti fue un acto de esperanza, de reafirmación de tu fe en la vida, de tu voluntad de seguir en el mundo. Y el mundo no se acabó. El mundo, carajo, no se nos acabó. Eso lo supiste, con plenitud y convicción aquella mañana, en lo alto del Ruco Pichincha. Sentiste que ese tiempo que el azar o el destino te había arrebatado no estaba del todo perdido. Se había transformado en algo. Se había vuelto energía o viento. Estaban esos días bien adentro de ti. Lo entendiste en lo alto del volcán, de la montaña sagrada, donde según Mircea Eliade se halla el centro del mundo. Ese escritor rumano cuyos libros encontraste cuando más lo necesitabas. “Todo templo o palacio —y, por extensión, toda ciudad sagrada o residencia real— es una montaña sagrada, debido a lo cual se transforma en centro; siendo un Axis Mundi, la ciudad o el templo sagrado es considerado como punto de encuentro del cielo con la tierra y el infierno”.

A lo lejos, entre las nubes y la niebla, veías la cumbre del Ruco. En tus labios tenías la sensación salada del arenal, cuyas partículas se levantaban como polvo mágico y te rodeaban. Tus músculos estaban agotados, pero estabas viva. Esa cumbre, que por primera vez contemplabas, que casi podías tocar con los dedos de tu mano, estaba allí. Frente a ti. Era como un cóndor. Un cóndor de piedra. Un poderoso cóndor estoico, imperturbable, con hondo sentido del tiempo. Un cóndor en calma y reposo, con sus invencibles alas en descanso. Con su mirada firme, en dirección a los astros. Ese cóndor te esperaba. Estabas invocando todas las fuerzas de tus músculos y tu espíritu para llegar a él, subir las piedras, trepar por sobre los abismos, cumplir con esa cita ineludible de tu existencia. Porque, ya lo sabías, esas rocas sobre el Pichincha te habían esperado siempre, eran una suerte de hogar premeditado, eran un sentimiento que te explotaba en el pecho. Pensaste en Eliade, es decir que en alguna medida pensaste en mí. Era más una liviandad que una melancolía. Y eso no estaba mal, ni bien. Fue solo una idea o un recuerdo. Y pronto esa idea o ese recuerdo fueron sustituidos por una sensación de libertad. Si continuabas subiendo a ese ritmo ibas a llegar a la cumbre en menos de diez minutos. En el preciso instante en el que el sol iba a bañar a esas rocas prehistóricas, como lo había hecho cada día, desde hace miles de años, cientos de siglos antes de que te sobrevivieras a tí misma, de que asciendieras a esta cima, del tiempo gris de la pandemia.

* Miguel Molina Díaz (Quito, 1992), escritor y abogado. Es Master of Fine Arts (MFA) en Escritura Creativa en Español por la New York University (NYU). Es abogado por la Universidad San Francisco de Quito. Entre otros medios, ha escrito para La Hora, El Comercio, La República, y Mundo Diners. Ha recibido Mención de Honor en el Premio de Excelencia Periodística 2017 de la Sociedad Interamericana de Prensa (SIP), categoría Opinión. Ha publicado cuentos en antologías y ensayos en libros colectivos y revistas. En 2017 publicó su poemario Postales (Jaguar Editorial) y en 2020 su libro de no ficción Cuaderno de la lluvia (Dinediciones). Actualmente, es columnista de diario El Universo y profesor de la Universidad de Las Américas (UDLA).