Alfonso Espín Mosquera
“La letra con sangre entra”, fue una máxima de los padres y maestros de antaño; la obediencia sin cuestionamientos; el respeto que a veces significaba temor. También perteneció a una generación que se sentía llamada a cumplir una especie de mandato divino para a sangre y fuego “formar” seres “respetuosos”, “honrados”, en fin, llenos de virtudes y, en algunos casos, hasta del “santo temor de Dios”.
Saludar y despedirse pidiendo la bendición y no meterse en conversaciones de adultos era una norma, que hoy suena a antigüedad con polilla, pero que en su tiempo mantuvo una sociedad con modales.
Los padres, en el colegio de sus hijos, solicitaban “mano dura” y los maestros no dudaban ni tenían problema con ciertas prácticas: coscachos, empujones, patadas abusivas y una ‘vuelta a la pista carrera mar’. Ese era el diario vivir de las instituciones que tanto “enorgullecían” antes a la sociedad.
Se cometieron abusos en la casa y la escuela; pero ahora nos hemos ido al otro extremo y no sé realmente cuál es más pernicioso. Hoy los padres dan cuenta de una serie de síndromes ligados al comportamiento de sus hijos. Por ejemplo, que sus niños sufren de ataques de ira, o que son índigos, o de ser millennials o centennials y, por lo tanto, ser generaciones sin capacidad de someterse a la autoridad: de tener derechos, sin obligaciones.
La llegada al colegio marca en muchos padres un antes y un después, porque los guaguas son de mal carácter y no pidieron venir al mundo. Habrá que acudir a los sicólogos, quienes determinan los métodos de “último momento” para educarlos sin “traumas”.
Son dos posiciones extremas. El pasado vetó el criterio propio y el presente vive en el descontrol total. Toda formación va de la mano del ejemplo: los adultos tenemos que demostrar coherencia entre lo que decimos y hacemos, y así construiremos una sociedad respetuosa, equitativa, próspera y fraterna.