Crónicas de un viajero. Por una Coca Cola.

Fausto Jaramillo Y

Muchos años antes de instalarnos en un hotel de La Habana, el embargo, y el cerco político y militar del Tio Sam, había provocado que una crisis económica de incalculables dimensiones fuera la invitada indeseable, molesta y cruel, que día tras día, se sentaba a la mesa de los cubanos, exprimiendo sus recursos y reduciendo lo poco que ellos podían llevar a su boca.

Desde la ventana del octavo piso donde estaba ubicada mi habitación podía observar el malecón que bordea la costa. Por allí casi no circulaban los vehículos a gasolina, sino una inmensa cantidad de bicicletas pedaleadas por niños, ancianos, hombres y mujeres, solitarios o formando parejas, en una caravana que los hermanaba.

Poco antes de partir de Quito, un ciudadano cubano me había buscado para solicitar que llevara hasta la isla un pequeño paquete conteniendo jabones, toallas, y demás implementos de aseo que era lo que más faltaba en ese país. Junto con el paquete venía la dirección y el teléfono de su familia que era la destinataria de su encargo. Marqué el número y una voz femenina, cansada, me contestó. Apenas le dije el motivo de esa llamada, la voz cambió de tono y recuperando energías me prometió visitarme la tarde del día siguiente.

Estuvo puntual a la cita. Era una mujer de algo más de 70 años. Por su acento se notaba sus orígenes campesinos. Era la madre de aquel señor que me había visitado en Quito para hacer el encargo. Lo primero que me dijo aquella mujer, era que su hijo no había abandonado la isla, que no era un desertor. Por el contrario, él era un producto de la revolución, pues, para ella hubiera sido imposible educarlo. Ella, tal como lo había imaginado era una «guajira», es decir, una campesina, del interior de la isla, sin recursos para presumir, peor para enviar a alguno de sus hijos a la Universidad. Pero la revolución había tornado posible lo que le parecía un sueño. Su hijo había estudiado y se había graduado como un profesional en la Universidad de La Habana. Ahora, su hijo, cada vez que podía, le enviaba algún presente como el que yo era portador.

Tras ofrecerme la hospitalidad de su casa, para aquel viaje o para el próximo, la señora se marchó con una sonrisa como muestra de su alegría.

Los días siguientes fueron de intenso trabajo. Las reuniones se sucedieron una tras otra. El fin de semana se anunciaba generoso. La televisión anunciaba buen tiempo, seguramente el sol brillaría en todo su esplendor y toda la ciudad se preparaba para salir a la playa.

Nuestra conexión aérea saldría de La Habana el domingo, por lo que teníamos el sábado para nosotros. A mis dos compañeros de viaje que tenían rango estatal no les fue difícil hacer los arreglos para viajar a las playas de Varadero.

En las primeras horas de aquel sábado, emprendimos el viaje en un coche viejo, de aquellos que los cubanos logran hacerlos casi eternos. El motor roncaba rítmicamente mientras recorríamos la carretera costanera. Conforme avanzábamos el sol se tornaba más cálido y nos prometía un perfecto día de playa.

Nuestro chofer era un cubano de alrededor de unos cincuenta años. En su cerrado acento nos iba contando anécdotas, o historias de los lugares que encontrábamos en el camino. Era un hombre alegre, con esa alegría del hombre simple que apenas exige poco a la vida. Amaba a su familia por sobre todas las cosas. Pero tenía un concepto más amplio de lo que era la «familia». Fidel también era su familia, así como «Robertico» Robaina, el joven canciller que esos días se destacaba en América del Sur.      

  

Como era de suponer, apenas llegamos a las playas nos lanzamos a la conquista del mar. Grande fue mi sorpresa el descubrir que esa inmensa alfombra blanca, de un blanco brillante que forma la arena de esa playa se introduce en  un  mar  tranquilo, pacífico, casi sin olas, por decenas de metros, casi un centenar diría yo. Parecía interminable, caminaba y caminaba dentro del agua y su nivel me iba cubriendo poco a poco, muy poco a poco. Las aguas eran de un color turquesa profundo como yo nunca había conocido. Fue realmente una mañana inolvidable.

Cerca de las dos de la tarde el hambre se hizo presente y debimos buscar algún sitio para comer. No era temporada y muy pocos locales atendían a los escasos turistas que hollábamos ese paraíso. Al fin, en una esquina encontramos un restaurante abierto y dispuesto a complacernos.

Nos sentamos e invitamos a nuestro amigo chofer a que se nos uniera en el almuerzo. Una ronda de cervezas fue el preámbulo de un suculento plato de productos del mar. La cocina cubana en su sencillez en la presentación y su magnificencia en su sabor, fue el mejor regalo de aquel día que lo habíamos planificado para el descanso.

Al final, un café vino a cerrar el apetito. Nuestro amigo chofer, de pronto nos devolvió a la realidad. En lugar del café, humildemente nos pidió un favor. Quería llevar a su familia una lata de Coca Cola, pues los miembros de su casa nunca la habían conocido y él quería ofrecerles ese regalo. No tenía dinero para comprarles esa lata, por lo que «abusando de su amistad» nos solicitaba ese favor.

Claro que lo haríamos, incluso nos ofrecimos para que no sea una sola lata, sino que fueran tantas como miembros de familia hubiera en su casa. Creo que fue un insulto, porque no sólo que cambió su fisonomía sino que no quiso aceptarnos ni siquiera la única lata que nos había pedido.

Al despedirnos frente al hotel en La Habana, su sonrisa fue el anuncio de que llevaría una lata, pero una sola, de Coca Cola a su familia.

Fausto Jaramillo Y