Las bandas son los chivos expiatorios

Las bandas criminales —a las que el Gobierno llama Grupos de Delincuencia Organizada, GDO— y sus cabecillas —a los que denomina Objetivos de Alto Valor, con retórica mal copiada de las guerras antiterroristas del Medio Oriente— se han vuelto el centro de atención de la política de seguridad. Hay que tener cuidado con que no terminen distrayendo al Estado de lo verdaderamente importante.

Los miembros de las bandas son los perfectos chivos expiatorios. Sirven para que, sin mucho esfuerzo, policías y fiscales inflen sus cifras de detenidos y procesados; como reos, sirven tanto a los encargados de propaganda gubernamental que disfrutan de exhibirlos, como al sistema corrupto que vive de extorsionarlos. De paso, la Justicia y la opinión pública apresurada pueden aprovechar para señalarlos como culpables de todo y lavarse las manos.

Se culpa al vacunador porque quiebra pequeños negocios, pero, ¿quién habla del lavado a gran escala que distorsiona la estructura misma de consumo de la economía nacional? Se odia al sicario, pero, ¿cuándo se dará con quienes les facilitan las armas, la munición, la información y que, protegidos por una estructura de compartimentación sospechosamente profesional, ordenan los asesinatos? Se denuncia a las bandas que mandan en las cárceles y en juzgados, pero no se dice nada de toda la industria jurídica que lucra y vive de ese caos. Se aborrece al microtraficante, pero poco se habla de quienes, bajo una logística de primera, orquestan la importación y exportación de cientos de toneladas con asombrosa eficiencia.

¿Por qué tanta insistencia en halarnos a una guerra fratricida que ni siquiera es contra los adversarios indicados?