La corrupción: nos convierte en lo que odiamos

La corrupción: nos convierte en lo que odiamos
Alvaro Peña Flores

Muchos nos comprometemos fielmente a una causa o a nuestra convicción y la defendemos, si estamos convencidos podremos sostenerla, si no, el sistema nos absorbe. Al vernos absorbidos, nos amoldamos a lo que detestamos, la corrupción. A nivel macro, diríamos que la Asamblea ha sido y es sinónimo de corrupción; el Presidente, como máximo poder, permite, engendra o bien participa de la corrupción; los sistemas de justicia han sentado las bases para que la corrupción crezca y se desarrolle; los funcionarios llevan la posta de la corrupción, o al menos muchos han hecho mérito para ganarse esa reputación. Así como diezmar para trabajar y ganar bien, dejarse asesorarse de mediocres, o sobornar para que un trámite sea efectivo, también forma parte de este mal endémico.

Los ciudadanos de a pie también gestamos la corrupción cuando nos saltamos la fila en los bancos, cuando enseñamos la viveza criolla, cuando copiamos en los exámenes, explotamos a los empleados, holgazaneamos en casa, en el colegio o en la empresa, cuando con base en argucias no pagamos impuestos. La lista es larga y formamos parte de ella.

Está tan arraigada que estamos adaptados y forma parte del pan nuestro de cada día, de la estructura del sistema y de los estilos de vida y ha corrompido hasta los más virtuosos. Alienados como estamos, nos ha manchado en formas de pensar, en sentido crítico, y por supuesto, en moralidad.

¿Qué hacer para vencer esta parte del sistema? No hay una respuesta sensata y creíble. Vencerla desde dentro es una tarea titánica. Comprometerse con una causa o servicio, implica pagar precios elevados por mejorar el sistema o cambiar los paradigmas. En la vida política es difícil que haya solución, al menos a corto plazo. La solución está en la verdadera educación y en el recto proceder de la vida diaria.