Tengo un gran amigo que me contó que, pese a que fue educado en un colegio bilingüe, para él el inglés siempre fue un verdadero martirio. Fuimos compañeros durante la primaria y era tan exigente la enseñanza del idioma que en tercer grado casi todas las materias eran totalmente en inglés. Pasábamos más horas del día hablando en la lengua de Joe Biden que hablando el idioma de Guillermo Lasso. Eso de la lengua de Shakespeare y Cervantes está bien para discursos de medio pelo, de esos que se dan con euforia en la Asamblea Nacional o en los “quince años” de la hija de algún compadre.
Lo cierto es que luego de que mi amigo salió del colegio y empezó a manejar, se dio cuenta de que tenía una discapacidad auditiva. ¡Increíble! La sordera que tiene en uno de sus oídos pasó casi desapercibida durante su niñez y su adolescencia. ¡Esa era la razón por la que no podía aprender inglés! No oía.
Cuando pasé por el Colegio San Gabriel tuve un problema con dibujo técnico. La razón era simple: por una discapacidad visual con la que nací, me resultaba casi imposible hacer los trabajos con la perfección que el profesor pedía.
Preocupado por este asunto, mi padre comentó esta situación en su oficina. Coincidencialmente su secretaria había sido prima del profesor. Mi padre le pidió que hablara con él y que le explicara que no era que yo no quería hacer los trabajos a la perfección, sino que no podía. Le dijo que en mi caso, por ser un problema físico, tratara de calificar el esfuerzo y no el resultado.
Cuando el profesor se enteró de quién era ese tal ‘Dávila’ por el que habían abogado, dejó de ser estricto y se convirtió en un verdadero animal. Si antes me calificaba con rigurosidad, hoy lo hacía con malicia. Perdí el año porque el profesor de dibujo técnico no estaba de acuerdo con mi discapacidad. Y no hubo que más hacer… otros tiempos.
Espero que hoy ya no pasen esas cosas por el bien de los alumnos y del país, que hoy más que nunca necesita entender que ya dejamos atrás los días del Pleistoceno.
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