La vejez

Matías Dávila

Matías Dávila

Que triste fue ver a un par de ancianos, en la puerta del Hospital Carlos Andrade Marín, pidiendo caridad para comprar medicinas — remedios que deberían entregarles por derecho—. Me hizo pensar mucho en la vejez, en mi vejez. Ese último tramo del viaje humano suele despertar sentimientos encontrados. Es un periodo en el que, luego de que el tiempo ha dejado sus huellas, los cuerpos son más frágiles y la memoria se enreda entre recuerdos y olvidos. La sociedad contemporánea, obsesionada con la juventud y la belleza efímera, ha relegado a menudo a los ancianos a un papel secundario, invisibilizando su experiencia y desvalorizando su aporte.

En la vejez, los velos de la prisa y la ambición se desvanecen, y la mirada se enfoca en lo esencial. El tiempo adquiere una dimensión diferente y se valoran las pequeñas cosas, los momentos compartidos, las risas y las lágrimas que construyeron la historia personal. La vejez nos enfrenta a nuestra propia finitud, recordándonos que cada día es un regalo y que la existencia es un camino efímero.

En esta etapa la memoria se convierte en una brújula y nos guía a través de la neblina del tiempo. Los ancianos atesoran historias y conocimientos que son valiosos para las generaciones venideras. Son guardianes de la tradición y depositarios de la memoria colectiva. No obstante, la vejez no está exenta de desafíos. Las limitaciones físicas y las enfermedades pueden convertirse en compañeras incómodas. La soledad y el abandono acechan a aquellos cuyas vidas han quedado relegadas al olvido. Es nuestra responsabilidad garantizar que los ancianos sean tratados con dignidad y respeto, brindándoles el cuidado y el afecto que merecen.

En última instancia, la vejez nos enseña a confrontar la propia mortalidad y a apreciar la fugacidad de la vida. Nos invita a reflexionar sobre cómo queremos ser recordados y qué legado deseamos dejar.