El concesionario del terror

Gonzalo Ordóñez

Era una mañana ominosa, el asfalto tenía el mismo color del cielo, perros ladraban con angustia. Mi ex esposa salió apresurada; estábamos atrasados para la cita en la concesionaria. Hace poco vendió el auto viejo. Fue a una cooperativa por la diferencia que necesitaba para adquirir uno nuevo, pero su cuenta tenía poco historial así que le negaron el préstamo.

Poco después, un misterioso agente, con acento extranjero, y que se identificó como  trabajador de la concesionaria, se comunicó con Eduviges (el nombre es ficticio), mi ex esposa, para decirle que tenía un préstamo aprobado de 30.000 dólares. “Nooooooooo”, grité, mientras truenos quebraban el cielo. “Seguro es una estafa, ni se le ocurra ir sola”, le dije.

Y al rato estaba pitando frente a su casa.

Cuando llegamos, un extraño hombrecillo nos pidió las cédulas. No bastaba con que le digamos el número; tenía que verlas, tocarlas, sentirlas y verificar que no sea mentira.

Cuando nos permitió ingresar al parqueadero, inmediatamente cerró la puerta y puso llave. “No saldremos nunca de aquí”,  pensé.

Atravesamos el parqueadero repleto de autos en venta y subimos por una rampa dirigidos por una chica con un pequeño y apretado vestido, imaginaba la dificultad de entrar y salir de él, pobrecita.

Había más chicas que exhibían unos bonitos cuerpos, pero me generaron incomodidad. “Distractores”, pensé, y me pregunté que quieren que no veamos.

Un escalofrío recorrió mi espalda cuando nos hicieron pasar al salón, que parecía una cevichería adornada con globos, con música a todo volumen y mesas redondas. Los asesores eran jóvenes vestidos de un negro muy apropiado para acompañar mi estado de ánimo. No había computadores en las mesas. Seguramente estos jóvenes agentes de ventas tenían el poder arcano de la telepatía.

La explicación de cómo nos entregarían el automóvil superaba a cualquier examen de economía. El consorcio, según nos explicaron, tenía su sede en Guayaquil, pero se habían extendido por otras provincia y Quito. Mientras que las empresas que venden autos ofrecen préstamos con bancos a intereses variables, ellos cobraban un ticket administrativo, léase letras de cambio, a un interés fijo.

En medio de la explicación apareció el supervisor, que llevaba puesto un traje azul acero en tela espejo que brillaba como una armadura de los Caballeros del Zodíaco. “Está todo bien”, dijo, con tono de quien pregunta si el cebiche tenía buen sabor . “Está horrible”, contesté. “Si su idea es evitar que el volumen de la música me embote para que acepte el préstamo, está fallando”, añadí. “Ya les pido que bajen”, – y desapareció como un brujo malvado.

Salimos del concesionario, que parecía una cebichería del mal, y nos dirigimos a una concesionaria de verdad, sin música, sin cebiches y sin pedido de cédulas a la entrada.

Inmediatamente revisó el historial crediticio, de Eduviges, en el sistema bancario, verificó algunos datos adicionales e indicó que faltaban 500 dólares al valor que se requería de la entrada, pero la empresa tenía un bono que podía utilizarse. Préstamo aprobado.

Si le dicen que se ganó un viaje en un Crucero, un ticket de avión para los Estados Unidos, un desayuno en el Hotel Hilton, un préstamo de 30.000 dólares o cualquier cosa que usted necesita o quiere, investigue, por Dios.

Las empresas serias de autos no trabajan con la concesionaria. Tienen experiencia con el incumplimiento del pago o la tardanza que resulta en pérdidas. La estafa funciona como una pirámide: reúnen varios clientes y con ese dinero compran algunos autos. Si tienen suerte les toca uno, de lo contrario pueden pasar meses o perderse en el sistema legal. Además, exigen pagos adicionales para entregar el automóvil.

Si tiene suerte, efectivamente, tendrá un auto, si está de malas será una más de las víctimas de las concesionarias del terror.