Ciudad sin libros

Hace más de 20 años, las librerías de Quito estaban bien repartidas. Frente a las universidades existían aquellas bien provistas y variadas, y en los trayectos desde y hacia las universidades en las zonas más comerciales se podía entrar a distribuidoras especializadas, a las de rebajas, a las carpas y galpones, a las que contenían reliquias y ventas de segunda mano. Ahora no hay ni rastro de ese pasado, salvo pocas que luchan contra corriente.

Si se camina por más de un kilómetro en la zona más turística de la ciudad, apenas existen pequeñas carpas con saldos de libros de autoayuda, alguna sucursal de librería de centro comercial que vende guías turísticas y libros para extranjeros, y —¿como no?—, los más populares con referencias a las series de televisión.

Las librerías que había hasta antes de la pandemia son ahora sitios donde se sacan fotocopias, se plastifican documentos, se recargan celulares, se venden cables, películas y peluches. La oferta que tienen es básica: textos escolares y colegiales, ediciones piratas de los clásicos del álgebra, la matemática y la física. Ha vuelto la cultura del bazar y papelería de barrio.

Es penoso que las librerías fuertes estén solamente en centros comerciales, con lo cual su oferta es edulcorada, aséptica y sin sabor, pues como en un supermercado encontramos variedad, pero de lo mismo. Ya el librero es como un perchero y no como un tendero.

Existen librerías diferentes, no se puede negar, pero son también aquellas que se convierten en nichos o ghettos, en el polo opuesto de las librerías de mall, con buena oferta en su catálogo especializado pero con una incipiente promoción y difusión de sus existencias, y enfocadas a satisfacer egos cercanos de amigos que publican o se yerguen como críticos.

La actividad editorial no debe ser de extremos, que pongan muros, sean los del centro comercial o los de la exquisitez y discriminación entre lectores. Carecemos de mediadores y promotores de lectura que se adecuen a los medios actuales y con tonos coloquiales se comuniquen con los potenciales lectores. Y eso ninguna librería lo hace, con lo cual se sigue dejando esa función a la escuela, pues en los hogares hay poca tradición lectora.

Vivimos en una ciudad sin libros en donde la mayoría de los que leen desprecian a los que no lo hacen, en lugar de motivarlos y retarlos a tener la experiencia, a guiarlos en lecturas acordes a sus intereses: eso hace un librero, como el cocinero que sabe recomendar un plato, pues leer y comer es sensitivo y de goce sensorial.