Ganas de matar

Daniel Marquez Soares

Parecería que, en el fondo, todo el mundo anda con ganas de matar. Basta un poco de presión grupal o una modesta garantía de impunidad para que más de uno opte por desahogarse quitándole la vida a alguien. El linchamiento de tres personas en Posorja la semana pasada constituye un siniestro llamado de atención sobre los tiempos que vivimos. Decenas de personas, gente normal con trabajos ordinarios y familias comunes, optaron por asesinar de forma cruel, alevosa y humillante a tres supuestos ladrones de niños que resultaron no tener nada que ver con el delito que les imputaban.

La maquinaria homicida echó a andar, como era de esperarse, gracias a las redes sociales y dispositivos de comunicación. Comenzó con paranoides mensajes acusadores, llenos de miedo e indignación, y terminó con la movilización de una turba sanguinaria, que exigía sacrificios humanos para aplacar su sed justiciera. Curiosamente, las reacciones posteriores al hecho en redes sociales resultaron igualmente demenciales; muchos lamentaban la equivocación, pero se apresuraban a justificar a los asesinos tumultuarios, resaltando lo difícil que era distinguir entre un tipo de criminal y otro. Hubiese sido bueno recordarles que, incluso si se tratara de verdaderos secuestradores de niños, no es correcto asesinar gente.

La era de la comunicación ha resultado ser la era del odio. Las redes sociales nos permiten espiar otras vidas y sentirnos miserables; seguir de cerca a nuestros enemigos para revolcarnos en un pozo de envidia y mala fe; compartir nuestra peor faceta y nuestros más envenenados pensamientos, que nos valen la aprobación de otros tan podridos como nosotros; discutir impunemente de la forma más vil con aquellos a quienes despreciamos. En esta época, mostrarse en público como un loco despiadado resulta un ritual de reafirmación, así como elegir y apoyar a líderes que no pueden ofrecer nada más que la promesa de incendio, convulsión y rabia.

Este caso debe servir para sentar severos precedentes legales. A la larga, acusar a alguien de matar o robar niños como pretexto para masacrarlo es una vil costumbre que, desde la Edad Media, los grupos enfermos de resentimiento y desesperación han empleado como válvula de escape.

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