Volaron hacia libertad

Se tocaba el lado izquierdo del tórax, recordando cómo dos de sus costillas fueron rotas el día que recibió la última golpiza que le propinó el hombre que juró amarla y respetarla. Anabel, como llamaremos a una de nuestras heroínas de esta historia, tiene 51 años y sus ojos todavía reflejan la rabia que siente en contra de aquel sujeto.

«Sí, ahora siento rabia, coraje, pero sé que voy a ir sanando, sin embargo, me da mucha satisfacción el ya no sentir miedo de él y lástima de mí misma», cuenta Anabel, mientras toma fuerza para empezar a contar todo lo que pasó en esa cárcel a la que alguna vez llamó hogar.

A los 15 años creyó que el calvario que había vivido en su casa, siendo maltratada por su padre, acabaría al irse junto al ‘amor de su vida’. Pero nada mejoró.

Conforme pasaba el tiempo las cosas empeoraban, ya no era vejada por su padre, ahora lo era por su esposo. Las cosas empezaron con insultos. Cosas como «ya vienes revolcándote con tus mozos», entre otros eran los improperios que recibía cuando estaba en su casa, luego de una ardua jornada de lavar ropa ajena para llevar sustento para sus hijos.

 

TOME NOTA
Entre el 1 de enero y el 19 de marzo de 2021 en el país se contabilizan 
11 femicidios y 27 homicidios intencionales en contra de mujeres.

 

«A mí me enseñaron a trabajar desde pequeña, el oficio que aprendí junto a mi madre era el de lavar ropa y con eso podía darle de comer a mis hijos, no tenía cómo más hacer para sostenerlos», recuerda Anabel.

Las arrugas de su frente se acentúan cuando a su mente llegan los recuerdos de que a escondidas tenía que decirles a las vecinas si es que tenían algo de ropa para lavar y así hacerse unos cuantos centavos para la comida. Su amor era tal, que pedía que el pago se lo hagan en dinero y en comida. «Mami tenemos hambre me decían mis hijos, por eso pedía comida para que tengan como llenar sus barriguitas y esperen hasta que termine de trabajar», dice.

Un anillo en el dedo medio de su mano derecha, le sirve como amuleto para relajarse y no explotar de ira o en llanto, para continuar con su relato.

«Es cierto que hay que tocar el fondo para podernos impulsar, para salir a flote y empezar a respirar».

Anabel cuenta que aguantó años de maltratos, pero la gota que derramó el vaso fue cuando, el hombre que compartía alcoba con ella, la golpeó de tal forma que la bañó en sangre y le lesionó dos costillas. No contento con eso, tomó toda su ropa y sus zapatos y los quemó, con el único fin de seguirla atando a ese yugo de violencia y maldad que dejaron imborrables huellas en su alma.

«Me metí al baño, que compartíamos varios vecinos, y me quité la ropa que estaba rojita de la sangre que me salió, fue ahí que decidí que nunca más volvería a tolerar lo que me estaba pasando», con mucha seguridad dijo la mujer.

Vestida con una camiseta y un exterior de su verdugo, simuló dormir mientras su cabeza maquinaba la forma en la que huiría de esa mazmorra de golpes. La noche avanzaba y con mucho cuidado abrió la puerta de su casa, que a pesar de que sonó no despertó a su esposo. Sin mirar atrás y con mucho sigilo trepó una pequeña pared y se lanzó por este hasta un muro de granillo que sirvió de ‘colchón’ para no caer directo al piso. Descalza, pero acompaña de la necesidad de que sus hijos tengan una madre viva caminó desde el sur de la ciudad hasta la casa de una amiga en el centro, por el sector del mercado Modelo, a quien le mostró sus laceraciones y le pidió ayuda para no volver nunca más a donde su carcelero.

 

EL DATO
En el Ecuador siete de cada 10 mujeres han sufrido 
algún tipo de violencia, en un episodio de su vida.

 

Los días pasaron y el hombre, herido en su orgullo de ‘macho’ en donde la encontraba volvía a golpearla, hasta que un día un ángel, vestido de policía, le puso un alto a esta barbaridad y le recordó al violento sujeto lo que le podía pasar si seguía victimizando así a la madre de sus hijos.

«Ahí se terminó la persecución y aunque al inicio no me dejó ver a mis hijos, ahora ellos están nuevamente conmigo y saben que para seguir viva y libre tenía que huir de esa casa, de lo contrario me hubiesen sacado en un ataúd», con un suspiro dice Anabel.

«Sí, ahora siento rabia, coraje, pero sé que voy a ir sanando, sin embargo, me da mucha satisfacción el ya no sentir miedo de él y lástima de mí misma».

Más voces

Pero ese no es el único caso, todavía con temor latente y temblando al recordar todo lo que ha pasado, Susana (nombre protegido) a sus 37 años, asegura que todo el dolor que le ha tocado pasar no se lo desea a nadie, pues este la ha sumergido en un túnel de inseguridades de las que apenas está logrando salir.

«Es cierto que hay que tocar el fondo para podernos impulsar, para salir a flote y empezar a respirar».

Acomodando uno de los mechones rizados tras su oreja izquierda, Susana cuenta que como muchas mujeres creyó que el ‘príncipe azul’ había llegado a su vida. Aunque no se casaron empezaron a formar una vida juntos. El amor era tal que a ella no le importó que una de las hijas de ese señor (como lo nombra) concebida en su compromiso anterior fuese a vivir con ellos.

 

EL DATO
El año 2017 ha sido el más doloroso el Ecuador en cuanto a violencia 
de género, pues se registraron 101 femicidios y 198 homicidios 
intencionales hacia mujeres.

 

Todo parecía que marcharía bien, sin embargo, los celos del hombre empezaron a hacerse presentes con mucha intensidad. “No podía arreglarme porque enseguida era alguien que se iba a ver con sus amantes”. Como alguien que se dedica al cuidado de uñas y estética de las personas, Susana siempre procuró estar bien presentada para atender a sus clientas y que ellas le recomienden más mujeres.

Esas humillaciones eran permanentes hasta que un día llegó el primer golpe, ese día sintió un peso en sus hombros que la oprimió por años. Intentó luchar sola, pero sus fuerzas se agotaban cada vez más. Conforme pasaba el tiempo ya no solo era maltratada psicológica y físicamente, pues la violencia económica llegó. Ahora tenía que compartir gastos, cincuenta cincuenta, con su conviviente, esto aun cuando las cosas se complicaban y el ‘señor’ no quería que ella buscara los medios necesarios para dar su ‘aporte’ en la casa, a pesar de que ella era quien se encargaba de hacer todo para que su hogar funcione.

«Me metí al baño, que compartíamos varios vecinos, y me quité la ropa que estaba rojita de la sangre que me salió”.

El maltrato se normalizó para Susana, ella creía que aguantándolo era la mejor forma de darle a sus hijos lo que ella no pudo tener, sus padres juntos. Esto la llevó a que el baño de su casa sea la guarida en donde ahogaba su dolor y sus miedos. Ahí lloraba y buscaba sanación para sus heridas del alma, pues por miedo y vergüenza no quiso jamás contarle a nadie del suplicio que vivía a diario. “Que equivocada estaba, guardar silencio no es sano, así como tampoco es sano darles un hogar infeliz a los hijos, pues es preferible ver a sus padres separados que en una constante cadena de maltratos”, dice Susana mientras unas lágrimas traicioneras no logran sostenerse de sus ojos.

La primera vez que decidió irse armó todas sus maletas, tomó varias pertenencias suyas y de sus hijos, pero esa noche el ‘diablo’ tenía otros planes, pues su conviviente se despertó cuando estaba a punto de la huida, eso desató su ira que esta vez no solo alcanzó a Susana sino también a su hija mayor. “En ese momento eso fue todo, a mí me podría hacer todo, pero a mis hijos no”. Con la Policía lo sacó de la casa y creyó que las cosas mejorarían, pero como una autoestima pisoteada por años no es fácil de recomponer de la noche a la mañana, con la promesa de que cambiaría, Susana regresó a su ‘viacrucis’ que no se convirtió en más que nuevas escenas de dolor y angustia. “Si hago esto y soy así es porque te amo”, era lo que su verdugo le susurraba o gritaba cada vez que ella intentaba levantar su voz en señal de protesta.

En el Ecuador tres de cada 10 mujeres aseguran haber sido 
víctima de violencia en el último año de su vida.

 

Las cosas se complicaron y para hacer más difícil su vida llegó la pandemia. El trabajo se fue, el dinero se acababa, las esperanzas se extinguían, hasta su hija mayor decidió partir para no se parte de esa vida sin vida, pero lo que no tenía un final era la espiral de violencia que vivía, ahora no solo con sus hijos, si no también con un pequeño nieto de ese hombre. Al verse acorralada por sus miedos, necesidades y hambre decidió nuevamente partir, esta vez sería la definitiva, pues no quería perder a sus pequeños o dejarlos solos al pasar a ser una cifra más de las mujeres que no lograron deshacerse de los grilletes de dolor que les impiden ahora contar sus historias.

“Que equivocada estaba, guardar silencio no es sano, así como tampoco es sano darles un hogar infeliz a los hijos”.

Con mucha más cautela que las dos veces anteriores, esta vez logró escapar sin ser vista. “Al pasar por la puerta por primera vez en años sentí que podía respirar nuevamente ahí fue cuando me di cuenta que nunca más volvería a lo mismo», cuenta Susana mientras soba sus manos. Pero como no todo es color de rosas, las llamadas, mensajes por toda red social existente y hasta hacerle emboscadas por donde ella fuera para hacerla regresar a su lado, no se hicieron esperar, sin embargo, las ganas se seguir viva junto a sus hijos es lo que la motiva a nunca más regresar a ese pasado que le quitó lo más valioso que tenía cuando era joven, creer en ella misma.

Susana y Anabel son el vivo retrato de una sociedad que sigue creyendo que la violencia es el medio correcto de convivencia, por eso ahora con toda la autoridad que les da la experiencia, les recuerdan a otras mujeres que lo mejor es romper el silencio, no callar ante las agresiones y buscar ayuda, pues cuando todavía tienen voz es menos difícil encontrar una solución, sin embargo, nada se podría hacer cuando se sobrepasen los límites y solamente quede un silencioso grito de auxilio en una sociedad que muchas veces hace de oídos sordos ante esta violenta realidad.

TEXTO: NADIA VÁSQUEZ – FOTOS: ALEX VILLACIS