El nieto del gran cineasta ambateño

NIETO. Ricardo sentado sobre el sillón naranja en su departamento sobre la Diego de Almagro.

Llegamos a su casa veinte minutos antes de lo pactado. Eran las nueve con diez de la mañana, de un lunes que para él sería un domingo. Hasta ahora, su rostro era un misterio. Marcamos a su celular dos veces, no contestó. Nosotros, veníamos desde Ambato, donde hace semanas el frío muerde. Al menos en Quito hacía sol. Tuvimos miedo de quedarnos plantados. Pero no. Él, respondió el teléfono a las nueve con treinta en punto. Se disculpó por no contestar y preguntó: cuántos son. Cinco, respondí. Él hizo un sonido de incomodidad. Claro, cinco personas en plena pandemia, no sabía quiénes éramos, ni muy bien qué queríamos.

Una empleada nos abre la puerta de un garaje subterráneo. La misma empleada que hace cinco minutos nos dijo que él no vivía en ese edificio. Entramos en un ascensor muy pequeño, casi claustrofóbico.

Pasa un minuto y medio, salimos del ascensor. Y ahí está. Lo vemos por primera vez. Él, Ricardo Cobo Ariza, al fin tiene un rostro. Usa zapatos de montaña cafés, pantalones verdes, una camiseta gris, un reloj en su mano izquierda y dos mascarillas: una quirúrgica celeste y sobre esa, una negra bordaba con flores de colores.

Ricardo tiene 52 años, los ojos celestes y el cabello alborotado, una mezcla de pelos castaños y blancos. Mide un metro sesenta y cuatro, dos centímetros menos de los que medía su abuelo: Cristóbal Cobo Arias, un ambateño nacido en noviembre de 1911.

Nosotros, un equipo de periodistas y productores, llegamos hasta aquí, fascinados por unas imágenes cinematográficas que datan de los años 50. Unas imágenes que serán para muchos el origen de la memoria.

 

Cristóbal, no figura en la historia del cine del Ecuador. Fue empresario, industrial, ganadero, agricultor, floricultor, apicultor. Es difícil pensar, como en medio de todos sus quehaceres, le quedó tiempo para contar con tanta nitidez y sensibilidad el Ecuador. Su trabajo estuvo en una bodega por veinte años. Decenas de cintas llenas de historia, fueron custodiadas hasta 2015, cuando Rosa Margarita Cobo, hermana de Cristóbal se las entregó a Ricardo.

– Mi tía se da cuenta que yo más o menos heredé la afición de mi abuelo y mi padre. Me llama, me dice: quiero entregarte la cinematografía de tu abuelito. Yo no sabía lo que me iba a entregar, yo pensé que serían unas películas familiares.

Cuando habla, Ricardo permanece sentado en un sillón naranja, en su departamento que está sobre la calle Diego de Almagro al norte de la capital. El bullicio de la ciudad es imparable, los autos chillan, pitan y pitan. El silencio es imposible.

Ricardo se niega a cambiar de lugar el sillón naranja. Los encargados del video, le piden el cambio para mejorar la toma, pero él dice que eso ya no, que así está bien.

¿Qué pasó la primera vez que viste una cinta grabada por tu abuelo?

-Ese día, me fui a un centro educativo cerca del parque La Carolina, tenían un proyector. Vi el primer rollo, era la inauguración del Estadio Olímpico Atahualpa en 1951, me di cuenta que mi abuelo no era un aficionado, era un profesional del cine.

 

 

Si bien Ricardo, conoció, trabajó y convivió con el abuelo por 26 años. No sabía la relación de su abuelo y el cine. Dice que cuando era niño, en la casa, se hablaba de las películas del abuelo, que se escuchaban historias, de que cada vez, que llegaba una película revelada desde New York, todos se subían al auto para ir al correo, volvían a casa y las veían.

El nieto se emociona al hablar del abuelo, en sus ojos celestes y sus palabras veloces se nota el orgullo. Y es imposible, no imaginar a Cristóbal sentado también en el sillón naranja, a la derecha de Ricardo.

-Para mí ver estas películas es como despertar los genes de mi abuelo, porque cada vez que las miro, siento como que él estuviera aquí, para mí, es emocionante porque es parte de mi vida, es mi abuelo y siempre tengo mucho respeto por su trabajo.

Durante años, Cristóbal documentó los eventos más importantes del país. Estuvo en la inauguración de la plaza de toros de Quito, el cambio de mando del expresidente Galo Plaza Lasso a José María Velasco Ibarra, el descubrimiento de la momia de Guano, desfiles cívicos, marchas de los comandos, entrega de obras en cantones y parroquias.

Y por supuesto, estuvo en Ambato, después del terremoto de 1949, en donde registró el dolor de la pérdida, pero también el resurgimiento de la catástrofe. Hay imágenes de la coronación de quien fue la primera reina de la ciudad,  Marujita Cobo. Retrató la primera Fiesta de la Fruta y de las Flores en 1951.

Cristóbal tenía un ojo limpio, en sus imágenes, se ve la pureza, la curiosidad de un niño. Empezó con la cámara a los 40 años. Tuvo el poder de grabar lo cotidiano y transformarlo en películas, que fueron narradas  por grandes locutores ecuatorianos, como Carlos Rodríguez Coll.

La mejor definición de este hombre, es la que encontró su nieto. Ricardo dice que Cristóbal fue un cronista. Y lo fue, parece que Cristóbal siempre estaba buscando, siempre estaba cazando historias.

Este hombre que murió a los 84 años, tuvo un privilegio: una cámara en una época, en que era una utopía, pero una cámara sin su mirada, que se maravillaba por todo lo que veía, hubiese sido solo un objeto.

 

Ahora es el nieto, quien tiene el privilegio. Ricardo vive en Santo Domingo de los Tsáchilas. El encuentro en Quito, fue una coincidencia. La mayor parte del tiempo está en la hacienda San Cristóbal, heredada de su abuelo. Todos los días se levanta a las cinco de la mañana, para descubrir una nueva cinta. Cada día, le dedica dos horas a este trabajo.

Hasta la fecha, durante cinco años apenas vio el veinte por ciento de los rollos guardados. Y son pocos los que ha digitalizado. Lo hace en la cinemateca de la Casa de la Cultura del Ecuador. Tiene un pacto con la institución, él usa la máquina digitalizadora y a cambio  entrega las cintas originales.

Ricardo extraña a su abuelo. Se nota en su voz el cariño… la nostalgia.

-Se le extraña al abuelo y más aún, cuando cada vez más,  voy descubriendo que mi abuelo era más de lo que yo pensé. Pero yo estoy aquí y quiero mostrarle a la gente lo que él hizo y que esto quede para la historia del Ecuador.

El ruido de afuera nunca paró. Pero escuchar a Ricardo me hizo olvidar el tráfico de la ciudad. Después de la conversación, entramos a un cuarto, en donde está un proyector. Sobre la pared blanca, aparece una imagen que mide quizá, treinta por veinte centímetros. Son tomas de un Ambato que no reconocemos. No solo porque somos jóvenes, sino porque nadie nos lo contó. Por eso Cristóbal y Ricardo son importantes. El abuelo porque registró la memoria y el nieto porque ahora la está mostrando, como quien reivindica el derecho de mirar un lugar que nos pertenece.

Pasaron dos horas de estar en casa de Ricky, no supimos hasta el final, que le gustaba que lo llamaran de este modo. Ahora ya no es un extraño, estamos agradecidos por el intercambio de imágenes y palabras. Sellamos el encuentro con una selfie. Nos volvemos en el ascensor claustrofóbico hasta el subterráneo, cada uno pensando en qué hacer con lo que recibió.

POR: ALICIA PÉREZ QUITO