Guayaquil, ciudad injusticiada

Por un momento, imaginemos que la catástrofe no hubiese sido una pandemia, sino la erupción del Cotopaxi. Visualicemos la destrucción, los muertos, las vías de comunicación destruidas o colapsadas, el abastecimiento de agua comprometido, el aprovisionamiento de alimentos flaqueando y el combustible agotándose.

Con millones de habitantes y enclavada en la mitad de los Andes, Quito no es para nada una ciudad autosuficiente. Imaginemos que, en ese mismo instante, el resto de Ecuador le hubiese dado la espalda, culpando a sus habitantes por haber sido tan incautos como para asentarse junto a un volcán activo, esgrimiendo complejas teorías socioantropológicas sobre una innata incapacidad serrana para la prevención.

El resto del país se hubiese apresurado también a afirmar que Quito, como capital, es la ciudad que más dinero ha recibido históricamente y que no es correcto darle más privilegios. Con gran pompa, una periodista guayaquileña aparecería en televisión invitando a dejar a Quito a su suerte. Sobrevendrían hambre, anarquía y debacle sanitaria.

Así de absurdo e injusto es lo que se ha hecho con Guayaquil.

Las mismas características que hoy propician el hundimiento momentáneo del puerto principal, en cualquier otro tipo de catástrofe hubiesen sido su mayor fortaleza. La informalidad, el dinamismo, la energía y el énfasis en las relaciones personales hubiesen permitido que despegara mucho más rápido. Hubiese renacido antes que todos.

Asimismo, las características sociales que han permitido que ciertas ciudades retrasen hoy la llegada de la pandemia, serían un terrible lastre en una catástrofe que requiriese agilidad para superarla. Por ello, antes de querer dar cátedra de nada, uno tiene que saber reconocer cuándo no ha tenido mérito, sino apenas suerte, y entender que a veces no es hora de juzgar, sino de ser solidario.

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