Plenitud del aburrimiento

A una minoría le aburre ver íntegro un partido del fútbol; a una mayoría le aburre empezar a leer el Quijote. Hoy, encerrados, el fútbol está ausente, lo que es una pena, pero quedan los libros. Claro que es “un decir”, como poetizaba García Lorca, pues hasta el amor a veces aburre.

El encierro obligado es posible que nos acerque a los libros, aunque poco probable. Exagerando, como decía Stéphane Mallarmé: “La carne está triste y leídos todos los libros”.

El aburrimiento es sentirnos desinteresados sobre las cosas que nos rodean: la familia, los amigos, el trabajo; en fin, no tener qué hacer. Quien se aburre es porque vive. Solo los muertos no son ni alegres, ni aburridos, hasta donde se conoce. Esa observación nos permite concluir que el aburrimiento es interior. La frase “Me aburro como una ostra” es porque la ostra no tiene imaginación.

La imaginación, “la loca de la casa” (Baltazar Gracián), es la que impedirá que el denominado aburrimiento se convierta en un trastorno depresivo, que produce sueño agitado, vivir rumiando penas y fastidiando a los demás. El ermitaño o la monja de clausura no se aburren, porque el solitario conversa con sí mismo y la otra con Dios o con su Divino Esposo Jesús, como afirmaba Santa Teresa.

En un cuento de Felisberto Hernández la obra termina cuando una mujer que vivía enamorada de un balcón, que ha empezado a derrumbarse, ha decidido “suicidarse por ello” y se dispone a leer una obra titulada ‘La viuda del balcón’. Todo es cuestión de imaginación, nada está escrito. Tampoco en la Biblia: en el Génesis, se dice que al principio era el “aburrimiento”, si no el caos. Del caos salimos y a veces no salimos, depende de una dosis de buen humor o del Tylenol, si es que aún no está lista la vacuna.

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