El Estado doblegado

Daniel Márquez Soares

Los ecuatorianos solemos avanzar cien pasos para luego retroceder noventa y nueve. Por eso, aunque a largo plazo hemos seguido una innegable senda de progreso, avanzamos tan lento y nuestra historia parece crónicamente turbulenta. Ahora, con el caos de los últimos días, acabamos de borrar de un plumazo logros que nos habían costado décadas de paciente trabajo. Veremos ahora un fresco renacer del racismo y del regionalismo. La polarización ideológica y la tensión social producto de la desigualdad han cobrado un nuevo vigor. El Estado, que estaba tornándose un actor fuerte y digno, ha vuelto a ser un bufón que puede ser humillado e irrespetado impunemente.

Ecuador acaba de desperdiciar la oportunidad histórica de terminar con el subsidio de los combustibles, un regalo envenenado de la dictadura que resulta financiera, moral y ambientalmente indefendible. Tras este fracaso, el aura de intocable que pesa sobre el subsidio se ha visto fortalecida y es poco probable que a mediano plazo un político vuelva a intentar acabar con él. Parecía que íbamos a coronar, pero hemos rodado de vuelta al pie de la montaña.

La cobardía y falta de convicción de algunos funcionarios impidieron que el Estado ejerciera su justa y necesaria dosis de fuerza. Si alguien se le atraviesa a un tren y resulta arrollado, no es que el tren sea un asesino, sino que el individuo se expuso de forma temeraria a una situación en la que era certero que sufriría un daño. De igual manera, quien intenta acabar con la producción petrolera del país, su infraestructura vial, quemar una dependencia pública o colapsar el comercio y es violentamente reprimido no es una víctima, sino un irresponsable.

La lección que queda de esto es que en Ecuador las cosas todavía se logran más rápido a través del vandalismo y la montonera; se vale saquear, mentir, insultar y poner en riesgo a mujeres y niños mientras uno sepa esconderse tras la masa y jugar a dar lástima. El Estado no tuvo empacho en atar las manos de sus propios funcionarios, en dejar a los ciudadanos y la propiedad pública sometidos al capricho de la turba, en permitir que se perdiera riqueza a raudales. La próxima vez, muy pronto, los ciudadanos tendrán que defenderse solos y eso sí que será un colosal retroceso.

[email protected]

Daniel Márquez Soares

Los ecuatorianos solemos avanzar cien pasos para luego retroceder noventa y nueve. Por eso, aunque a largo plazo hemos seguido una innegable senda de progreso, avanzamos tan lento y nuestra historia parece crónicamente turbulenta. Ahora, con el caos de los últimos días, acabamos de borrar de un plumazo logros que nos habían costado décadas de paciente trabajo. Veremos ahora un fresco renacer del racismo y del regionalismo. La polarización ideológica y la tensión social producto de la desigualdad han cobrado un nuevo vigor. El Estado, que estaba tornándose un actor fuerte y digno, ha vuelto a ser un bufón que puede ser humillado e irrespetado impunemente.

Ecuador acaba de desperdiciar la oportunidad histórica de terminar con el subsidio de los combustibles, un regalo envenenado de la dictadura que resulta financiera, moral y ambientalmente indefendible. Tras este fracaso, el aura de intocable que pesa sobre el subsidio se ha visto fortalecida y es poco probable que a mediano plazo un político vuelva a intentar acabar con él. Parecía que íbamos a coronar, pero hemos rodado de vuelta al pie de la montaña.

La cobardía y falta de convicción de algunos funcionarios impidieron que el Estado ejerciera su justa y necesaria dosis de fuerza. Si alguien se le atraviesa a un tren y resulta arrollado, no es que el tren sea un asesino, sino que el individuo se expuso de forma temeraria a una situación en la que era certero que sufriría un daño. De igual manera, quien intenta acabar con la producción petrolera del país, su infraestructura vial, quemar una dependencia pública o colapsar el comercio y es violentamente reprimido no es una víctima, sino un irresponsable.

La lección que queda de esto es que en Ecuador las cosas todavía se logran más rápido a través del vandalismo y la montonera; se vale saquear, mentir, insultar y poner en riesgo a mujeres y niños mientras uno sepa esconderse tras la masa y jugar a dar lástima. El Estado no tuvo empacho en atar las manos de sus propios funcionarios, en dejar a los ciudadanos y la propiedad pública sometidos al capricho de la turba, en permitir que se perdiera riqueza a raudales. La próxima vez, muy pronto, los ciudadanos tendrán que defenderse solos y eso sí que será un colosal retroceso.

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Los ecuatorianos solemos avanzar cien pasos para luego retroceder noventa y nueve. Por eso, aunque a largo plazo hemos seguido una innegable senda de progreso, avanzamos tan lento y nuestra historia parece crónicamente turbulenta. Ahora, con el caos de los últimos días, acabamos de borrar de un plumazo logros que nos habían costado décadas de paciente trabajo. Veremos ahora un fresco renacer del racismo y del regionalismo. La polarización ideológica y la tensión social producto de la desigualdad han cobrado un nuevo vigor. El Estado, que estaba tornándose un actor fuerte y digno, ha vuelto a ser un bufón que puede ser humillado e irrespetado impunemente.

Ecuador acaba de desperdiciar la oportunidad histórica de terminar con el subsidio de los combustibles, un regalo envenenado de la dictadura que resulta financiera, moral y ambientalmente indefendible. Tras este fracaso, el aura de intocable que pesa sobre el subsidio se ha visto fortalecida y es poco probable que a mediano plazo un político vuelva a intentar acabar con él. Parecía que íbamos a coronar, pero hemos rodado de vuelta al pie de la montaña.

La cobardía y falta de convicción de algunos funcionarios impidieron que el Estado ejerciera su justa y necesaria dosis de fuerza. Si alguien se le atraviesa a un tren y resulta arrollado, no es que el tren sea un asesino, sino que el individuo se expuso de forma temeraria a una situación en la que era certero que sufriría un daño. De igual manera, quien intenta acabar con la producción petrolera del país, su infraestructura vial, quemar una dependencia pública o colapsar el comercio y es violentamente reprimido no es una víctima, sino un irresponsable.

La lección que queda de esto es que en Ecuador las cosas todavía se logran más rápido a través del vandalismo y la montonera; se vale saquear, mentir, insultar y poner en riesgo a mujeres y niños mientras uno sepa esconderse tras la masa y jugar a dar lástima. El Estado no tuvo empacho en atar las manos de sus propios funcionarios, en dejar a los ciudadanos y la propiedad pública sometidos al capricho de la turba, en permitir que se perdiera riqueza a raudales. La próxima vez, muy pronto, los ciudadanos tendrán que defenderse solos y eso sí que será un colosal retroceso.

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Los ecuatorianos solemos avanzar cien pasos para luego retroceder noventa y nueve. Por eso, aunque a largo plazo hemos seguido una innegable senda de progreso, avanzamos tan lento y nuestra historia parece crónicamente turbulenta. Ahora, con el caos de los últimos días, acabamos de borrar de un plumazo logros que nos habían costado décadas de paciente trabajo. Veremos ahora un fresco renacer del racismo y del regionalismo. La polarización ideológica y la tensión social producto de la desigualdad han cobrado un nuevo vigor. El Estado, que estaba tornándose un actor fuerte y digno, ha vuelto a ser un bufón que puede ser humillado e irrespetado impunemente.

Ecuador acaba de desperdiciar la oportunidad histórica de terminar con el subsidio de los combustibles, un regalo envenenado de la dictadura que resulta financiera, moral y ambientalmente indefendible. Tras este fracaso, el aura de intocable que pesa sobre el subsidio se ha visto fortalecida y es poco probable que a mediano plazo un político vuelva a intentar acabar con él. Parecía que íbamos a coronar, pero hemos rodado de vuelta al pie de la montaña.

La cobardía y falta de convicción de algunos funcionarios impidieron que el Estado ejerciera su justa y necesaria dosis de fuerza. Si alguien se le atraviesa a un tren y resulta arrollado, no es que el tren sea un asesino, sino que el individuo se expuso de forma temeraria a una situación en la que era certero que sufriría un daño. De igual manera, quien intenta acabar con la producción petrolera del país, su infraestructura vial, quemar una dependencia pública o colapsar el comercio y es violentamente reprimido no es una víctima, sino un irresponsable.

La lección que queda de esto es que en Ecuador las cosas todavía se logran más rápido a través del vandalismo y la montonera; se vale saquear, mentir, insultar y poner en riesgo a mujeres y niños mientras uno sepa esconderse tras la masa y jugar a dar lástima. El Estado no tuvo empacho en atar las manos de sus propios funcionarios, en dejar a los ciudadanos y la propiedad pública sometidos al capricho de la turba, en permitir que se perdiera riqueza a raudales. La próxima vez, muy pronto, los ciudadanos tendrán que defenderse solos y eso sí que será un colosal retroceso.

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