Nuestra condena

Por: Nicolás Merizalde

Escribí hace tiempo sobre la profunda vergüenza que debería causarnos no solo el hecho de tener un vicepresidente tras las rejas sino de nuestra reacción ante lo que debería resultar normal. La administración de justicia, el sinceramiento de ciertas cifras o el simple hecho de sostener un tono más conciliador nos parecen cosas dignas de celebración, cuando en realidad son las bases de una democracia verdadera y bien entendida.

Aún con el estallido de las sentencias, los gritos y los llantos hay un amplio sector de la población que permanece indiferente, que en realidad le importa un comino si el poder se ejerce con independencia, con un mínimo grado de decencia o respeto hacia el voto que ellos mismos debieron dar hace un tiempo, pero del que no se sienten responsables.

Es importante reconocer nuestro grado de responsabilidad, sentir que somos parte del país y que respondemos por la mayor parte de cosas que aquí suceden. Nuestra afición por la queja, ese viejo deporte nacional, no nos deja mirarnos al espejo y tomar conciencia de la calidad de sociedad que estamos armando. La democracia no la garantizan los presidentes sino los pueblos. Son los ciudadanos quienes deben aprender a hacer uso de su libertad y de sus derechos, construir la sociedad en la que deseamos vivir. Los políticos son sólo la representación de esos deseos y es nuestra tarea vigilar que se apeguen a su deber. Si deseamos un mejor nivel de nuestros representantes debemos empezar por exigir un mejor desempeño en nuestras tareas como ciudadanos. Sé que esta columna puede llegar a ser repetitiva pero me parece necesario minar dentro y caer en cuenta de que los problemas de fondo continúan a pesar de que Glas acabe envejeciendo en la cárcel. Si no hacemos despertar nuestra conciencia, estamos firmando nuestra condena.