Es lunes por la tarde. Son las seis con treinta y tres. Hay tardes en las que todo es muy estúpido, o muy blanco o muy gris. Estas letras debieron ser escritas el viernes. Me encargaron escribir sobre el coronavirus, pero anduve complicada en el oficio de ordenar las palabras. Hay un hombre que me dice que ahora todos somos sospechosos.
“Los médicos, las periodistas, los informales, las prostitutas, tuvieron que aprender a trabajar con el miedo en el cuerpo”.
Nada
La cabeza está nublada de palabras que no existen. Afuera hay cinco gatos que no dejan de chillar. Es marzo de dos mil veintiuno. Hace un año hablar de la pandemia era ilusorio. Que se acabaría en quince días decían.
Nada. No se acaba nunca
Los médicos, las periodistas, los informales, las prostitutas, tuvieron que aprender a trabajar con el miedo en el cuerpo. Las caras están cubiertas. Ahora todos son sospechosos. Sospechosos de ser malos, o locos o peor: de ser positivos. Nunca antes la palabra positivo significó tan mal augurio.
Desde hace un año somos expertos en enmascararnos. Son incómodas las películas, en donde las personas no están enmascaradas. Esos personajes son ajenos a la realidad, a la peste. Nos hacen sentir extraños, extrañados.
“Las caras están cubiertas. Ahora todos son sospechosos. Sospechosos de ser malos, o locos o peor: de ser positivos. Nunca antes la palabra positivo significó tan mal augurio”.
La pandemia quizá, solo sea la respuesta a un deseo reprimido de trasmutar la realidad. De dejar de sentir la inmortalidad que nos dio la modernidad. De desafiar a Dios y liar enmascarados a la muerte.
En esta época de tiempos suspendidos y amores en pausa, solo apenas, un retazo de tela nos separa de la muerte. Aunque es temporal. No hay garantías de longevidad.
Nada. No hay garantías de nada
Hay duelo en el mundo por las palabras perdidas, las palabras que no entendimos porque la tela nos cubre la boca. Asentamos con la cabeza, intentando sonreír con los ojos, aún sin saber lo que estamos aceptando. Porque da vergüenza decir que: no escuchamos. Ahora sabemos que la palabra no solo está compuesta por el sonido sino también por el gesto.
Pero para todos, no todo es malo. Cubrirse la cara de manera oficial fue un alivio para los inseguros. Para los ‘ocultantes’ y los ocultistas. Para los inventores de mundos solitarios.
No hay tregua. Ponerse la mascarilla es tener empatía pero también: ponerse la mascarilla es tener miedo del prójimo.
“A no vernos nunca más a la cara. A no enamorarnos a primera vista. A no volver a imaginar el mundo sin rostros encarcelados”.
Nada. El miedo, siempre el miedo
Miedo a morirnos sin denuedo, atrapados por un virus inquisidor. A no vernos nunca más a la cara. A no enamorarnos a primera vista. A no volver a imaginar el mundo sin rostros encarcelados.
TEXTO: ALICIA PÉREZ QUITO
FOTOS: ALEX VILLACIS