Nunca he sido muy fan de estas fechas especiales, pero sí he tenido varias aventuras y anécdotas con mi esposo, Diego Egas. Una de ellas, la más divertida que recuerdo, fue hace un par de años en Perú. Puede que califique como San Valentín, porque fue justo un 10 de febrero, en la travesía de Olaya. Era la primera vez que yo iba a competir en una jornada tan larga, fueron 22 kilómetros en la Bahía de Lima. Ni el Diego tenía mucha experiencia fuera del agua ni yo adentro, por lo que la logística fue interesante, aprendimos muchas cosas, pero una de ellas es que Diego nunca había estado tanto tiempo en un bote. Le dije: tómate un mareol y él dijo no, para qué, eso no lo necesito. Le contesté que bueno, en todo caso en la mochila guardo.
Lo interesante de esas travesías es que el bote está a la merced del agua y del nadador, que va despacio, por lo que te mareas mucho. El Diego estaba desesperado porque no aguantaba el mareo y le mencioné: puse una pastilla en la mochila, y fue corriendo a verla.
Pero en la parte romántica, digamos, Lima es muy frío, fue un día súper cerrado, el agua estaba como a 14 grados y afuera también hacía mucho frío. Yo le veía a nuestro botero, que era peruano, forrado en chompa, guantes, gorro, parecía esquimal y el Diego estaba en camisa en un frío del demonio. Y pensaba, ¡qué bestia este man, no puedo creer! Porque él siempre está como acalorado, nunca tiene frío, pero ya se pasa. La cosa es que después le pregunté, ¿qué onda? Y me respondió: “Es que me moría del frío, pero me daba pena que tú también tuvieras, y por solidario me quedé así”. Él tenía un plumón en la mochila. Me pareció algo muy lindo, tierno, porque expresó que así sentía que me acompañaba en mi sufrimiento. Esa experiencia fue hace dos años, fue linda.
Cuando las cosas salen mal, pero al final te sirven de aprendizaje, y vivir eso con el Diego, solo los dos, fue muy bueno.