Desvirtualizarnos

¿Es sencillo? ¿Podemos hacerlo? ¿Debemos hacerlo? ¿Tenemos que hacerlo?

Hace pocos meses, estas preguntas se hubieran contestado de otra manera. Hoy, mientras iniciamos la desescalada del confinamiento y empieza el “sálvese quien pueda”, como lo ha bautizado el saber popular, podemos contestar lo siguiente:

Primero, no es sencillo; la vida se ha dividido en dos espacios: el digital y el físico. Ninguno más seguro que el otro, pero el primero nos expone menos al virus. En esta situación me llega a la mente, la película Los Croods, donde una familia de las cavernas tiene miedo a salir de su cueva.

Si no es sencillo desvirtualizarnos, es importante que sepamos discriminar cuándo y dónde podemos hacerlo: en la casa tenemos que ser presenciales, estar más, ser más sanguíneos y sentimentales para sentir que la vida tiene otro ritmo, para comprender que somos humanos y no avatares imaginarios de nosotros mismos.

Debemos desvirtualizarnos y dejar de pensar que vivimos en pantallas, volver a mirar una puesta de sol y no fotografiarla para postearla en redes. Vivir más y fisgonear menos. La vida digital nos sirve para que podamos hacer una experiencia inicial, donde podamos fallar para que en lo real no cometamos el error. La vida digital nos ofrece una segunda oportunidad.

¿Tenemos que hacerlo? No. Tenemos que seguir virtualizando los trabajos y los servicios que deben estar en esa dimensión y bajo esa lógica: los pagos, los cobros, todo lo que implique hacer filas tediosas para entregar documentos. Allí está la virtualización permanente y urgente, la que no debemos abandonar.

La vida digital tiene que aliviar procesos tediosos de la ciudadanía. Pero hay quienes aún no están en esta ruta, y a pesar de la situación sanitaria no participan del viaje. Para ellos hay que virtualizar en otras formas hasta que la conexión sea un derecho real y tengamos el acceso universal, como lo pensó Berners Lee al crear la Web.