El 26 de julio, un grupo de manifestantes que acompañaba a una funcionaria municipal irrumpió en el teatro Patio de Comedias de Quito, portando pancartas y clamando consignas, para impedir la presentación de una obra de teatro. Juana Guarderas, directora del Patio, no lo podía creer. En esos mismos días, en ese mismo lugar, se mostraba otra obra (El eterno femenino), donde ella representa el papel de una manifestante que irrumpe en el teatro, con pancartas y consignas, para impedir la presentación de un espectáculo. Tal cual. Aunque su personaje es una vieja curuchupa de derechas mientras que las manifestantes eran feministas de izquierda, no había entre uno y otras ninguna diferencia: el mismo moralismo, el mismo abuso de poder, la misma intolerancia.
Todo empezó la mañana de ese día con una llamada telefónica. La concejal Margarita Carranco, presidenta de la Comisión de la Mujer del Municipio, hablaba a Juana Guarderas para detener la presentación de la obra Manuela, la mujer, del dramaturgo chileno Sergio Arrau, que esa misma noche habría de interpretar en el Patio la experimentada actriz venezolana Jenny Noguera. La concejal ni siquiera había visto la obra. Ella sólo trasladaba un pedido de Ximena Costales, directora del centro Las tres Manuelas y del Área de Equidad y Género de la Alcaldía, quien tras asistir a la función de la víspera, en el Teatro Nacional, estaba escandalizada e indignada. ¿Por qué? Porque la obra, le pareció, pinta a Manuela Sáenz como una prostituta y una lesbiana. Guarderas se negó a suspender la función. En su lugar, invitó a las inconformes a participar, a su término, en una conversación con el público. Ximena Costales y sus acompañantes asistieron al grito de «Alerta que camina la espada de Manuela por América Latina» (literal) y blandiendo pancartas en que acusaban de mediocre a una actriz que no lo es ni mucho menos. Todo esto, a nombre del Alcalde.
Lo primero que llama la atención es la ligereza con que se imparte la censura: una llamada telefónica. Porque a la fulanita le parece. No conviene. Así que haz el favor Juanita de suspender el espectáculo. Por la cara. Para eso sirve ser concejal. El problema no es tanto la censura en sí (que ya es harto reprochable) sino ese estado de relajamiento institucional que la hace posible y esa naturalidad con que cualquiera la ejerce. O sea: la informalidad con que se afrontan los asuntos públicos, consistente en convertir toda gestión en un tema de relaciones y contactos. La suspensión de espectáculos públicos está contemplada en las ordenanzas, hay todo un capítulo al respecto. ¿Por qué no lo aplicaron las interesadas? Porque, para el caso, era inaplicable. ¿Qué hacer entonces? Lobby. O una llamada telefónica. Todo es normal, hasta tomar el nombre del Municipio, que para eso está: para el funcionario entregado al cabildeo, la institución y él son una misma persona.
Cuando ninguna de esas cosas funciona, llega el turno del bloqueo. En tal caso, nada mejor que una pancarta y un par de consignas bien gritadas. Que las personas que fueron invitadas a conversar lleguen vociferando, suena raro pero no lo es en absoluto en el país. Se trata de no dejar hablar al otro, de imponerse a fuerza de decibeles. Hay una profunda vocación antidemocrática en esa conducta que se difunde en las instituciones democráticas y que los militantes de ciertos movimientos – que dicen ser de izquierda pero resultan más reaccionarios que el Santo Oficio– han elevado a sistema.
Que la Presidenta de la Comisión de la Mujer y la Directora del Área de Equidad y Género del Municipio encuentren reprochable que Manuela Sáenz sea pintada como prostituta y lesbiana es, de por sí, algo muy curioso. La obra en cuestión no hace eso, pero ¿y qué si lo hiciera? ¿Tan indignas son, para esas funcionarias, las prostitutas y las lesbianas? ¿Cómo compaginan esa postura con sus cargos? Lo peor es que se moralismo se imponga sobre los ciudadanos con la prepotencia de quienes creen ser dueñas de la verdad. Las feministas de izquierda actuaron aquí con la misma grosera intolerancia con que el Opus Dei se opuso al Código Da Vinci. En ambos casos, la prescripción fue la misma: prohibido imaginar. Los guardianes de la verdad vigilan y si un artista quiere inspirarse en la vida de Manuela Sáenz (o en la de María Magdalena, para el caso es lo mismo) ha de contar, primero, con su aprobación. Porque sólo hay una visión posible de esos símbolos: la suya. ¿Quién lo dice? Ellos (ellas, en este caso). Que semejante actitud disfrute de espacios de poder en instituciones supuestamente democráticas y consiga colarse, desde ellas, en los terrenos del arte y la cultura, es peor que un atropello: es una estupidez.