Muerte cruzada: la herramienta que se creó para nunca tener que usarla

Guillermo Lasso y Alfredo Borrero
El presidente Guillermo Lasso y el vicepresidente Alfredo Borrero.

Si el presidente Guillermo Lasso anticipa elecciones, el país enfrentará toda una nueva serie de desafíos. Aunque es una especie de arma disuasiva, pero diseñada para nunca tener que usarse.   

ANÁLISIS. Resulta insólito que, en un ordenamiento constitucional que se presume ‘hiperpresidencialista’, el primer mandatario se encuentre enfrentando una probable destitución por medio de un juicio político. Una serie de errores de parte del presidente Guillermo Lasso derivó en un escenario que, en la mente de quienes diseñaron la Constitución de Montecristi —un proyecto que se asentaba en el supuesto de contar con un Ejecutivo fuerte—, era imposible.  

Una larga cadena

El presidente Guillermo Lasso cometió, de entrada, el error de no contar con un partido sólido. Escatimó recursos y atención para el desarrollo de nuevos cuadros, y toleró que importantes puestos en el Legislativo fuesen ocupados por coidearios de escasa trascendencia.

A la trágica y prematura muerte de César Monge, se sumó la desacertada insistencia del presidente en mantener a varios de los más formados y experimentados miembros de su partido alrededor de sí —en calidad de asesores, secretarios o ministros— en lugar de destinarlos a posiciones relevantes en la Asamblea.

Luego, iniciado su gobierno, se dedicó a quemar puentes con cada uno de sus aliados: acusó al PSC de ser parte del ‘triunvirato de la conspiración’, aseguró que Xavier Hervas había exigido ilegalidades a cambio de su apoyo y dijo que asambleístas de Pachakutik habían pedido dinero en efectivo. Como si eso no bastara, optó por un giro errático que confundió a toda su base de simpatizantes y socavó su fundamento ideológico: en el tema del aborto por violación y en la reforma tributaria exhibió posturas reñidas con su supuesto liberalismo, llevó a cabo acercamientos con el correísmo, entregó la batuta de su gobierno a demócratas cristianos trasnochados, mantuvo una alianza con Guadalupe Llori, se prestó para maniobras amorales alrededor del Consejo de la Judicatura y el Consejo de Participación, y permaneció inerte ante las sucesivas y misteriosas liberaciones y fugas de los sentenciados del régimen anterior.

En resumen, se aseguró de hacer todo aquello que un Ejecutivo fuerte no debería hacer —dinamitar la consistencia ideológica y la fortaleza jerárquica en la que se asienta su autoridad— para lograr algo que, en el sistema actual, resulta casi imposible: perder por completo el control del Legislativo. Fue eso lo que abrió la puerta para el juicio político.   

Viejas rupturas, nuevas recetas

En la práctica, desde el retorno a la democracia Ecuador ya atravesó un divorcio similar en dos ocasiones anteriores. En ambos casos, con Abdalá Bucaram en 1997 y con la elección de Rafael Correa en 2006, fue producto del choque entre un Ejecutivo popular y un Legislativo poderoso.

En el primer caso, con Bucaram, la situación se resolvió a favor de los diputados y con el derrocamiento del presidente. En el segundo caso, al contrario, se resolvió con la destitución de 57 diputados y de los vocales del Tribunal Constitucional. En las dos ocasiones, las protestas, paros y presión tumultuaria resultaron determinantes, y se dotó posteriormente al respectivo golpe de un barniz de legalidad con una consulta popular. Ambos casos derivaron, en la práctica, en elecciones anticipadas —lo que hoy llamarían “muerte cruzada”— y en una nueva Constitución.  

Los asambleístas constituyentes de entre 2007 y 2008 buscaron la manera evitar que esta peligrosísima situación se repitiera: una pugna de poderes que deriva en un encontronazo en el que una de las funciones del Estado termina derrocada.

La Constitución de 1979 garantizaba la gobernabilidad por medio de un rígido sistema de partidos que tornaba inevitables las alianzas y la negociación, como se vio, por ejemplo, en el acuerdo que puso fin a la crisis de las dos Cortes Suprema de Justicia en 1984, pero ese sistema demostró ser incapaz de lidiar legalmente con la amenaza de los caudillos contemporáneos.

La Constitución de 1998, a su vez, asumiendo que la parálisis legislativa era la causante del surgimiento de personajes como Bucaram, asumía que la mejor forma de prevenirlos era, efectivamente, darle más facultades al presidente y flexibilizar el sistema de partidos. Sin embargo, ese sistema de partidos condujo a la consolidación de Lucio Gutiérrez y a un Legislativo anquilosado, que solo reaccionó con virulencia, con un nuevo golpe, cuando se intentó tocar la joya de la corona de aquel entonces: el control de la Justicia.

Todo esto llevó a los diseñadores de la Constitución de Montecristi, cuyo proyecto giraba alrededor de la figura de Rafael Correa como líder fuerte, a diseñar un sistema de partidos atomizado —lo que garantizaría un Legislativo de perenne debilidad— y a optar por un hiperpresidencialismo con una serie de herramientas que ayudaran a fortalecer la figura del presidente, más adelante, hasta las reformas a la ley de Contraloría y la de Empresas Públicas irían en ese sentido, y lo blindaran en casos extremos. La más importante de ellas es, justamente, la capacidad de anticipar elecciones, tanto de asambleístas como de presidente; la famosa ‘muerte cruzada’. 

Rafael Correa
El expresidente Rafael Correa en 2015.

No es herramienta para débiles

Lo lógico, si el juicio político prospera, sería que el presidente Guillermo Lasso, en lugar de sucumbir dócilmente a manos de asambleístas con un dígito de aprobación, optara por las elecciones anticipadas. El problema es que la ‘muerte cruzada’ está construida alrededor de un presidente fuerte.

Parte de que el Legislativo, siempre débil y aborrecido, nunca querrá batirse con el Ejecutivo más popular, y que el primer mandatario puede usarla para deshacerse de los asambleístas si estos demuestran ser desleales, desobedientes o conspirativos.

Marcela Holguín (UNES) y Esteban Torres (PSC), cabezas visibles de la nueva mayoría.
Marcela Holguín (UNES) y Esteban Torres (PSC), cabezas visibles de la nueva mayoría.

Nadie imaginaba un escenario en que el presidente también fuese débil e impopular, y de ahí se derivan una serie de desafíos que resulta necesario tener en cuenta. 

El primer problema sería tener que lidiar con un presidente que, aunque impopular, está constitucionalmente facultado a gobernar por decreto, sin más barrera que la Corte Constitucional.

Eso sería —entre un mandatario que presume de republicano y una corte que se juzga infalible y a veces roza la pedantería—, en el mejor de los casos, lo más cercano a una aristocracia, pero en el peor una especie de perfecta oligarquía tecnocrática.

Amplios sectores populares optarían por protestar, incluso violentamente, ante semejante escenario; muy probablemente, ante semejante escenario, surgirán también inmensos cuestionamientos contra la propia Corte Constitucional e incluso profundas divisiones en su interior. Ante ello, cabe preguntarse si la fuerza pública optará por respetar la Constitución en su sentido más literal o si prestará oídos a otras consideraciones.

El Presidente Lasso en una visita a un recinto militar amazónico.

Es decir, militares y policías podrían terminar siendo la fuerza dirimente, al igual que en 1997, 2000 o 2004; justo lo que se buscaba evitar. Ello sin tomar en cuenta el escenario, más preocupante aun, de que esos seis meses de gobierno por decreto fuesen un éxito –tanto en materia de economía como, especialmente, de seguridad—, lo que podría conducir a un justificado deseo entre los ecuatorianos de deshacerse un poco de la democracia y al fortalecimiento de opciones autoritarias.

No es tan fácil

Luego vendría el problema de las elecciones. Si en un clima relativamente ordenado y con un plazo mayor ya resulta logísticamente complicado preparar un proceso electoral, cabe imaginar cuán complejo sería hacerlo en esas circunstancias y tan rápido. A ello, habría que sumarle la tarea de aprobar partidos y movimientos, cumplir los plazos de aprobación de candidaturas y, sobre todo, la tarea todavía pendiente de controlar más la penetración del dinero sucio en la campaña —que en dicho contexto sería un desafío todavía mayor—. Todo ello para culminar con funcionarios electos que estarán menos de dos años. ¿De verdad se podría hablar de legitimidad ante elecciones en esas circunstancias? 

13,4 millones de ecuatorianos fueron llamados a las urnas el 5 de febrero.

¿Por qué la esperanza?

Por último, ¿por qué creer que las elecciones anticipadas resolverán los problemas de calidad de la clase política y de gobernabilidad? 

En cuanto a calidad, si se le pidiera a la ciudadanía ecuatoriana que mencionara a un par de decenas de políticos o activistas, sea que estén activos o en pausa, que, de entrar a posiciones de poder, mejorarían sustancialmente el nivel de la administración pública, ¿será que tiene nombres en mentes? Analizando fríamente, no solo que los movimientos y partidos serán los mismos, sino que el país no cuenta, al menos no todavía, con una reserva de nuevos prospectos. 

En lo que se refiere a gobernabilidad, sería una lotería. Nadie sabe cuántos votos tendría Pachakutik, luego de la radicalización que ha tenido el movimiento indígena, muy diferente ahora de lo que era con Yaku Pérez como su portaestandarte, ni el tipo de candidatos que presentaría.

Tampoco hay forma de saber qué pasará con el socialcristianismo, tras la hecatombe que acaba de experimentar. Habría que ver la factura que le impone el paso del tiempo al correísmo y quién llenará el vacío que dejará la Izquierda Democrática luego de la salida de Xavier Hervas, el verdadero responsable del golpe de suerte que tuvo dicho partido en 2021.

Si resulta verdad la advertencia que hace el expresidente Lenín Moreno —que cuando llegue el momento, el anticorreísmo seguirá imponiéndose—, no hay que descartar la posibilidad de que termine gobernando el país un advenedizo cuyo único mérito sea no ser del movimiento de Rafael Correa; algo parecido a lo que sucedió en 2002, cuando la aversión a la ‘partidocracia’ terminó catapultando a Álvaro Noboa y Lucio Gutiérrez

La ‘muerte cruzada’ fue ideada como una herramienta disuasiva, no como una herramienta político-administrativa. Igual que las armas nucleares, fue inventada bajo la creencia de que su mera existencia sería la mejor garantía de que nunca sería necesario usarla. Si el presidente Guillermo Lasso decide echar mano de ella, al país le espera un grado de incertidumbre que incluso ahora resulta difícil imaginar. (DM) 

 

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