Los gobiernos democráticos resistieron en sus inicios (década de los 80) los conflictos sociales por muy violentos que fueran, pero ya desde mediados de los años 90 comenzaron a tambalearse bajo el nuevo ciclo político de la protesta, que en parte resultado de una progresiva desconsolidación de la democracia por efecto de las políticas neoliberales; dicha protesta a su vez ha ido debilitando cada vez más los sucesivos gobiernos democráticos. Según esto las recientes pruebas de fuerza a las que el gobierno se encuentra sometido por parte de las movilizaciones sociales e indígenas y por otros sectores son tanto expresión de la debilidad gubernamental y democrática como factores de su debilitamiento y deslegitimación; todo ello constreñido y crispado por coacciones, intereses y dinámicas externas.
Cuatro actuaciones principales tienen lugar en el actual escenario del país: una movilización indígena, cuya fuerza y amplitud no se habían conocido desde hace más de un año; un gobierno desconcertado entre la pérdida del libreto de una Asamblea Constituyente, que le había servido de coartada para justificarse y legitimarse sin necesidad de gobernar, y los urgentes dilemas impuestos por la firma del TLC con Estados Unidos; un Estado cada vez más saqueado en sus atribuciones, recursos y competencias, y finalmente, vinculado con todo lo anterior, una secuencia interminable de corrupciones, torpezas y transgresiones en todos los organismos públicos e instituciones democráticas. Y finalmente como trasfondo el preludio de una campaña electoral, que lejos de abrir resquicios de perspectivas y esperanzas tiende más bien a ensombrecer el futuro social y político del país.
La articulación de todos estos fenómenos sugiere comprenderlos y explicarlos como consecuencias de un crónico debilitamiento del Estado y la democracia, pero también como factores de su creciente deslegitimación y precarización. Ya que si los Estados se fragilizan y las democracias se “desconsolidan” por efecto de las fuerzas e intereses, que gobiernan o más exactamente dominan y controlan el nuevo ordenamiento global del mundo, bajo la influencia de automatismos y constreñimientos externos, una tal fragilización estatal y desconsolidación democrática se convierten en botín cada vez más propicio y presa cada vez más fácil de fuerzas e intereses internos, que se nutren del despojo del Estado y se benefician del desmoronamiento de las instituciones democráticas.
Las recientes movilizaciones indígenas responden a una particular coyuntura nacional tanto como a una coyuntura interior del movimiento indígena; pero no pueden ser descontextualizadas de una dimensión más histórica y estructural, en cuanto parte y expresión del ciclo político de la protesta, que desde mediados de la década de los 90 ha sucedido a los clásicos conflictos sociales. En tal sentido, hay que tener en cuenta que por sus mismas determinaciones intrínsecas, y más allá de las intenciones de sus actores, la protesta posee una fuerza reactiva, enervante de todos los otros poderes, antigubernamental y antidemocrática, y por consiguiente con un potencial desestabilizador de magnitudes variables, dependiendo de las circunstancias.
Las movilizaciones indígenas, que han comenzado a agitar las regiones de la Sierra y del Oriente durante el mes de marzo tienen mucho de singular, pero tanto su fuerza como sus alcances son resultado de acumulaciones anteriores. En primer lugar, dichas movilizaciones no representan un violento retorno tras el largo período de más de un año de ausencia en el escenario nacional, ya que el movimiento indígena ya no había participado en el derrocamiento del Presidente Gutiérrez en abril del 2005. Lejos de desgastarse en continuas movilizaciones, el movimiento indígena parece reforzarse con sus intermitencias. Si bien suponen una prueba de fuerza del movimiento indígena, una suerte de memorándum de su existencia en el país, un reforzamiento de la posición de Luis Macas como nuevo Presidente de la CONAIE, las movilizaciones recientes tienen mucho de singular; ya que por primera vez una única protesta en contra del TLC agota la agenda y domina las movilizaciones sin ningún otro componente de reivindicaciones específicamente étnicas.
En este sentido la prueba de fuerza del movimiento indígena ha tenido un primer éxito al provocar el Estado de emergencia decretado por el Gobierno. Esto puede generar una escalada en el ciclo de la protesta, que puede hacer imprevisibles las consecuencias y desenlaces de las movilizaciones. Tanto el gobierno como los mismos indígenas tienen la experiencia de que se sabe cómo y por qué surge una protesta pero nunca puede prever sus resultados.
Aunque se trata de una protesta de carácter y contenido nacional, al impugnar la firma del TLC, el protagonismo de las movilizaciones indígenas no aparece acompañado por los otros movimientos sociales, al menos en sus inicios, convirtiéndose así en los únicos interlocutores con el Gobierno y el resto de la sociedad. Frente a las acusaciones de desinformación y el reproche de desconocer las implicaciones y los alcances del TLC, los dirigentes indígenas parecen expresar una disposición popular muy generalizada y generalizable: no se necesita poseer una mayor información para saber que del TLC no serán más que perdedores. De ahí que su protesta contra el TLC es sobre todo el reto y rechazo contra el Gobierno y contra un Estado impotentes e incapaces para protegerlos del TLC y sus consecuencias. Mientras que el Gobierno |transcurrió gran parte del año pasado ofreciendo y postulando un dudoso referéndum o plebiscito sobre una dudosa Asamblea Constituyente, rehusa someter a consulta popular la firma del TLC.
De otro lado el gran reproche del Gobierno a las protestas indígenas y populares en contra del TLC incurre en un típico error político: acusar al pueblo de ignorar lo que rechaza, cuando el pueblo siempre conoce muy bien lo que reivindica y quiere mientras que no necesita conocer con todas las informaciones y detalles del caso lo que no quiere 1 .
Si las movilizaciones indígenas contribuirán a debilitar aún mucho más un gobierno, que nació debilitado, pero que podía gozar de la tregua que le confiere el ser un gobierno de transición, de ellas pueden beneficiarse los gobiernos provinciales y locales, algunos en poder de dirigentes indígenas o de Pachakutik, muy bien dispuestos a negociar recursos, aprovechando las medidas de fuerza, lo que comporta buenas inversiones electorales en los umbrales de la campaña. La negociación económica y política de los conflictos sociales no es nueva en el país, muy por el contrario forma parte inherente a la misma lógica de no-solución de los conflictos, los cuales al no ser resueltos se convierten en objeto perverso de todo género de negociaciones. Sin embargo este fenómeno tiene costos políticos muy elevados por agravar el debilitamiento de un Ejecutivo que en menos de un año ha tenido cinco ministros de Gobierno y tres de Finanzas; y también tiene costos económicos, ya que por medio del chantaje político todos los gobiernos provinciales y locales compiten en saquear los recursos estatales, reproduciendo un clientelismo público al interior del mismo Estado.
La fuerza de las movilizaciones indígenas se nutren de la debilidad del Estado y del Gobierno, al mismo tiempo que contribuyen a agravar su debilitamiento, pero también a cuestionar, deslegitimar y precarizar las instituciones democráticas, pues es contra todas ellas que la protesta se ejerce. Por esta razón no se puede pasar por alto la complicidad de un Congreso, que ha demostrado su profunda deslegitimación bajo las protestas de abril del 2005, y cuyas atrofias y crispaciones legislativas en el transcurso del último año, le impiden tomar la más mínima posición y disposición sobre los actuales acontecimientos, convirtiéndose así en cómplice y en parte responsable de ellos. Peor aún, tras haber ejercido un poder pretoriano respecto del Ejecutivo, impidiendo, boicoteando o petardeando su gobierno, ahora asiste inerme y hasta satisfecho al acoso que el Gobierno sufre por parte de las movilizaciones. Muy lejos quedan las intervenciones o iniciativas de mediación que el Congreso desempeñaba hace más de una década. Este desinterés e inercia vergonzosa muestran no sólo la debilidad del mismo Congreso, sino también cuan enquistada se encuentra la clase política en sus propios intereses y privilegios.
Hay que terminar reconociendo que, a pesar de sus limitaciones y contradicciones, y de las críticas que se puedan formular, en el devastado y desolador escenario socio político nacional el movimiento indígena con sus movilizaciones tienen una autenticidad y un realismo muy superiores a las otras ficciones, artificios y esperpentos de la política nacional.
Cabria sostener que el actual Ejecutivo ni siquiera merece una evaluación política, por cuanto que se trata de un gobierno de transición, sólo gracias al cual sobrevive la continuidad democrática en el Ecuador. Aunque bien considerado, desde hace una década todos los gobiernos legítimamente electos han sido derrocados, alternándose con gobiernos de transición, que lejos de gobernar el país y el Estado se limitan a administrar las agendas ordinarias, los conflictos, las empresas y servicios públicos. Ya que la política económica se encuentra ya suficientemente regida y controlada por los organismos financieros internacionales y de las políticas sociales con sus programas se encarga exclusivamente la cooperación internacional, limitándose el Gobierno y el Estado a pagar sueldos y gastos de operación. Por eso basta una coyuntura fuera de lo ordinario como el TLC para que el Gobierno comience a tambalearse.
A la natural inercia para no gobernar o gobernar lo menos posible, como mejor garantía para mantenerse el Presidente en el gobierno, se añade el poder tribunicio del Congreso, cuya única estrategia para fortalecerse y legitimarse a costa del poder del Ejecutivo, es bloquear, impedir o frenar las iniciativas gubernamentales, condenándose también el mismo Congreso a una atrofia y vagancia legislativa, que contribuye a deslegitimar los partidos y la clase política.
La doctrina y el programa de la gobernabilidad habían previsto que una “descentralización” del Estado y una consolidación de los “gobiernos seccionales” no sólo reduciría el poder y recursos del Estado, sino que además bajaría los niveles de la conflictividad social, al desacumularla y desconcentrarla en torno al Ejecutivo, sin embargo los gobiernos seccionales se han servido tanto de la tradicional conflictividad cívico regional como de las más recientes movilizaciones de protesta, para hostigar al gobierno central y esquilmar sus recursos. Pues la voracidad de los gobiernos regionales y locales, incapaces para implementar una política fiscal y tributaria, necesita recursos para financiar el desarrollo y crecimiento de las nuevas burocracias regionales y locales.
En estas condiciones a un Gobierno políticamente exangüe las recientes movilizaciones, primero las regionales en la Costa y Amazonía, y más recientemente las indígenas, le provocan unas alarmas e intimidaciones, en parte comprensibles y en parte excesivas, que sin embargo pueden degenerar en situaciones imprevisibles. Ya que nunca es más temible un poder que cuando más inerme y despojado se encuentra de su fuerza.
En esta coyuntura donde convergen la violencia de las movilizaciones del movimiento indígena y las debilidades gubernamentales en torno a la firma del TLC, la actual situación puede volverse muy propicia, para que se abra o amplíe una brecha que divida políticamente la sociedad nacional en un radical antagonismo. Habría sido pedir demasiado al Gobierno, que hiciera del TLC la oportunidad para generar ciertos acuerdos y consensos nacionales, pero tampoco cabía esperar que el Gobierno propiciara con su torpeza e inanición una tal polarización de las opiniones y posiciones respecto del TLC, y los enfrentamientos que ya se ha producido.
Ante la deplorable experiencia de los sucesivos gobiernos democráticos de la última década y frente al precario perfil del actual Presidente y su gestión gubernamental, nada se entiende mejor que el desdén, desinterés y desprestigio que rodean las promociones de las candidaturas a la Presidencia para las elecciones del mes de octubre. Y todavía más paradójico y vergonzoso es que sea en medio del conflicto de la actual coyuntura, con toda su trama y su tramoya, que los partidos y candidatos preparen sus estrategias de campaña electoral. Insensibles e indiferentes a la concreta y presente realidad del país. Precisamente en estos momentos comienzan a desplegarse los primeros escarceos de una campaña o pre-campaña (?) poblada tanto de candidatos espontáneos o tentativos, recién arrivados a la arena política, como de reincidentes y derrotados de elecciones anteriores.
La atrofia de la clase política es de tal índole que le impide seguir reproduciéndose y poder dar a luz a nuevos políticos: y así propicia cada vez más que sean quienes sin ser políticos ni querer ser políticos hagan política, convirtiendo de esta manera la política en un perverso equívoco, que se presta a las más perversas utilidades. Por eso hoy el político ni se avergüenza ni disimula todos sus esfuerzos por privatizar lo público, aprovechándose de la política.
En este sentido no hay lugar de la democracia que como las elecciones acuse mejor el desorden democrático: hoy los mejores candidatos posibles ni siquiera se presentan a las elecciones y de presentarse no tendrían probabilidad alguna, mientras que sólo los candidatos de la desesperación popular o los desesperados por “llegar al poder” pueden abrigar alguna esperanza electoral. El descrédito o las pocas garantías que ofrece el repertorio de candidatos sería la mejor muestra de cómo la política y la democracia han sido incapaces de producir una clase política, que inspire mínimas confianzas y esperanzas en la ciudadanía; más bien ocurre todo lo contrario: la democracia nacional ha ido quemando a sus mejores políticos, mientras que los peores han perdurado incombustibles, sin dejar de renacer de las cenizas de sus propios errores y fechorías.
Pero el descrédito de los candidatos ha contagiado ya a la misma institución democrática de las elecciones. Mientras que diez años antes la sociedad cifraba en las elecciones, sobre todo presidenciales, todas sus expectativas de cambio y de mejoramientos, en la actualidad cunde la convicción de que los resultados electorales proporcionarán peores gobiernos y gobernantes.
De este modo un círculo muy pérfido tiende a perpetuar la desconsolidación política de una democracia, que se degrada en cada nuevo proceso electoral, cuyos resultados contribuirán a su vez al progresivo deterioro de la democracia, sin que se visualice solución posible. Según esto, aun sin confesarlo, lo que más preocupa no es el futuro de la democracia sino su duración. Lo peor de todo es que la democracia, la realmente existente, siga durando.
Aunque la irrupción del poder judicial en el escenario político del país no es nueva, su presencia parece haberse ido consolidando, precisamente en la misma medida que se desconsolidan las otras instituciones democráticas. Mientras que antes la actuación del poder judicial en la escena política respondía a flujos y reflujos, con períodos de crecidas y resacas, durante los últimos años tal presencia parece haberse afianzado y con frecuencia también los poderes judiciales recurren a pruebas de fuerza, que sin tener la visibilidad y aparente violencia que muestran la pruebas de fuerza de otros actores, como el movimiento indígena, o los partidos políticos en el Congreso y en la campaña electoral, su impacto en la deslegitimación y fragilización de la democracia es mucho más grave.
Después de su creciente privatización y mercantilización, nada pervierte tanto la política y la democracia como su judicialización, lo que siendo en parte una forma particular de privatizarla, contribuye aún más a su corrupción, puesto que la judicialización de la política no es más que el reverso de la politización de la justicia. Durante la última década, como nunca antes, los tribunales de justicia, las actuaciones de los jueces o las resoluciones como la última del presidente del Tribunal Supremo de la Judicatura, liberando de la prisión a un ex-Presidente de la República, han hecho noticia política y han contribuido a la crispación o conflictividad política. Mientras lo poco que queda de dimensión pública de la democracia se encuentra cada vez más dominada por la ética, con un malsano tufo de moralidad de sacristía, su dimensión privada cada vez más económicamente corrompida ha estado progresivamente invadida por el derecho y la justicia.
El asalto de los jueces al espacio político ha dado lugar a frecuentes escándalos y escenas de indignidad, pero lo más escandaloso es que el aumento del poder e influencia de los jueces está íntimamente asociado a su progresiva incompetencia e impotencia – y venalidad – ante el poderío de intereses y fuerzas transnacionales del mercado. Tal contubernio además de fragilizar el Estado y los organismos democráticos hace que el enervamiento de lo judicial tengo algo de neurálgico en la corrupción de todas las instituciones sociales y democráticas: desde la Iglesia hasta las FFAA y policiales, pasando por unos mass-media que de ser institucionalmente un contra-poder tienden a convertirse cada vez más en otro poder no-democráticamente legitimado dentro del mismo escenario político nacional, con el consiguiente debilitamiento de los otros poderes democráticos.
La injerencia en la política democrática del poder judicial con su usurpación de amplios márgenes de poder político tiene mucho que ver con la específica naturaleza y estructura internas del mismo poder judicial, que a diferencia de los otros poderes del Estado (Legislativo y Ejecutivo) es ejercido “por todos y cada uno de los jueces individualmente considerados… cada juez es en sí mismo titular del poder judicial”; lo cual le otorga un poderío y unos alcances, que en cierto modo se sustraen a los procedimientos democráticos 2 . Cuando la lógica y los intereses del mercado penetran la política, los cuatro poderes (legislativo, ejecutivo, judicial y mediático) pierden sus inestables equilibrios y mutuos contrapesos, para enfrentarse encarnizadamente y mirarse con profunda desconfianza: “el ejecutivo fagocita al legislativo, los magistrados conducen una guerrilla contra el poder político, los media ciclotímicos acaricia o irritan a los hombres públicos” 3 .
El mismo círculo vicioso, que desencadenan la protesta del movimiento indígena, el poder tribunicio del Congreso o el desorden de la campaña electoral, se reproduce también en el caso del poder judicial: su reforzamiento y mayor influencia política y antidemocrática es equivalente al debilitamiento del Gobierno y de las otras instituciones democráticas, a las que a su vez contribuye a precarizar más aún.
Este es una de las expresiones más representativas del desorden democrático, donde todos los poderes tratan de reforzarse a costa del poder de los demás con el consiguiente debilitamiento y corrupción de todos ellos. Es obvio que la metástasis de esta fragilidad política por todos los organismos de la democracia y su gobierno beneficia a otras fuerzas, poderes e intereses dentro y fuera de la sociedad nacional, que no tienen nada de democráticos.
- Investigador principal del CAAP.
- Esta misma figura política se produjo en países europeos a propósito de los plebiscitos sobre la Constitución Europea; frente al rechazo ciudadano, los gobernantes democráticos culparon a la falta de información a quienes votaron en contra de lo que supuestamente no conocían, sin suponer que el voto en contra hubiera sido mucho mayor si los ciudadanos hubieran estado mejor informados. Y prueba de ello es que las consultas populares fueron eliminadas en países donde habían sido previstas.
- Cfr. Fernando López Aguilar, “La independencia de los jueces”, en Claves de la razón práctica, n. 51, 1995. Sobre las implicaciones y alcances políticos del poder judicial en las modernas democracias puede consultarse Perfecto Andrés Ibánez, “El poder judicial en momentos difíciles”, en Claves de la razón práctica, n. 56, 1995; Clement Auger, “La justicia ante el fenómeno de la corrupción”, en Claves de la razón práctica, n. 56, 1995.
- G. Sebbag, “De la purification éthique”, en Le Débat, n. 75, 1993:29.