La democracia ecuatoriana es una prueba difícil que exige ciudadanos educados

¿Qué debe considerar para ejercer un voto responsable?
Mañana, los ecuatorianos acuden nuevamente a las urnas.

Ecuador optó por un sistema político sumamente complejo que, para generar soluciones efectivas, requiere una población informada y políticamente activa. ¿Está la ciudadanía a la altura de la tarea? 

Mañana, los ecuatorianos tendrán que llevar a cabo dos arduas tareas. En la elección de dignidades, deberán escoger entre una gran cantidad de candidatos, sin que haya banderas partidistas o discursos ideológicos que aporten pistas claras. 

Decidir entre tantas opciones e informarse sobre todas ellas presupone un gran esfuerzo de parte el ciudadano. Luego, en la consulta popular, tendrá que decidir al respecto de ocho temas sumamente complejos, que requieren una plena comprensión de la estructura legal y del marco legal vigente ecuatoriano. Más allá de los dogmas, ¿estará la ciudadanía lista para hacerlo? 

La democracia representativa se asienta, por un lado, en el supuesto de que la ciudadanía elige bien —o, al menos, mejor y más honestamente que cualquier minoría autoritaria u oligárquica—, y, por el otro, en la existencia un sistema político partidista que, en teoría, permite e incentiva que surjan alternativas que reflejan las necesidades y deseos de la gente. Así, con una población que sabe elegir y con reglas que permiten que surja una diversidad de opciones adecuadas, se supone que la democracia genera soluciones superiores a las de cualquier sistema. ¿Por qué, entonces, el país sigue atascado en una democracia que, según las últimas mediciones de Barómetro de las Américas convencía solo al 56% de la población, y que, en materia económica, no ha logrado crecimiento significativo hace más de una década? ¿Es que acaso las dos piezas del engranaje no están funcionando bien? 

Un sistema que espera mucho del ciudadano

El sistema de partidos ecuatorianos está diseñado —en nombre de la participación y la inclusión— de una forma que coloca mucha responsabilidad en los hombros de los ciudadanos. 

Lo primero es el voto obligatorio, una disposición común en las jóvenes democracias latinoamericanas, pero que ni una docena de democracias efectivas en el mundo aplican y ni una de las tenidas como ‘referentes’ —Estados Unidos, Francia, Inglaterra, Alemania, Escandinavia, etc.—. El voto obligatorio garantiza legitimidad a los ganadores, pero, con una población sin formación, tiene consecuencias desastrosas. 

Segundo, el financiamiento público y el límite gasto busca igualar y multiplicar a los partidos y movimientos; eso impide el funcionamiento del mecanismo evolutivo usual, que opera en todo mercado libre, que fortalece a los más aptos y elimina a los débiles. 

El resultado es un ecosistema con una gran cantidad de movimientos débiles, en lugar de uno dominado por un puñado de fuertes; mientras las principales democracias del mundo no suelen tener más de media docena de partidos fuertes, en Ecuador hay más de 260 movimientos registrados —apenas 7 de ellos son partidos e incluso estos tienen un clara vinculación regional—. Esa abundancia de opciones requiere participación popular y una ciudadanía informada para arrojar resultados. 

Tercero, el diseño del Estado ecuatoriano es sumamente complejo. A diferencia de las democracias más antiguas y funcionales —producto en gran parte del involucramiento de la ciudadanía a lago plazo— que suelen dar pie a sistemas imbuidos en el sentido común, en Ecuador priman los elementos que abonan a la complejidad: una abundancia de sofisticados convenios internacionales, una Constitución enrevesada repleta de experimentos, leyes y códigos de diferentes épocas que conviven por medio de remiendos, un Estado unitario que pese a ello enfrenta una serie de limitantes al centralismo y privilegios para minorías, etc. Comprender los problemas en su verdadera dimensión y plantear soluciones factibles, en el marco de nuestro sistema, requiere muchísima formación. ¿Está la ciudadanía a la altura del reto? 

Medir la educación de un pueblo y su capacidad de elegir es una tarea sumamente compleja y, a la larga, siempre subjetiva. Pero incluso dentro de esos marcos Ecuador exhibe pobres resultados. Según las últimas cifras, la escolaridad promedio del país era de 10,3 años —con amplia variación según la región—. Pero esas son mediciones formales, que suponen que los años de estudios son igualmente fructíferos independientemente de la institución el país; en las mediciones de conocimientos objetivos, como el estudio PISA-D, Ecuador suele estar entre los últimos de la región y con resultados que rondan un tercio de los de los países desarrollados. 

La última encuesta nacional muestra que el ecuatoriano promedio lee apenas un libro al año y, a nivel mundial, se encuentra en el cuarto quintil de consumo de revistas y periódicos por habitante. Ni en sus patrones de consumo de entretenimiento, información, libros o incluso búsquedas en internet la población ecuatoriana busca una particular preferencia por asuntos políticos o de interés público. ¿Es posible administrar, de esa manera, una democracia tan compleja?   

Las sociedades son dinámicas y esta realidad bien podría cambiar si es que las instituciones adecuadas trabajaran en ello. Sin embargo, no ha sido así. Por más que, en teoría, uno de cada cuatro ecuatorianos está afiliado a algún movimiento, en la práctica la participación es bajísima, la inscripción fraudulenta y los movimientos y partidos tienen problemas hasta para encontrar suficientes candidatos. No existen programas de militancia o formación política. 

Por otro lado, el sistema de educación pública enfatiza cada vez menos materias como educación cívica o humanidades, y gremios profesionales e iglesias —a diferencia de lo que sucede en las principales democracias— exhiben una bajísima participación política. Ante ello, los partidos, en lugar de insistir en la formación, han tomado el camino más fácil de acomodarse al desconocimiento popular. El resultado ha sido una banalización de sus propuestas, una simplificación de sus discursos y una homogeneidad ideológica que solo aliena aún más a la gente de la política. 

Para los pesimistas, esta maraña es una creación deliberada para mantener al país en el atraso permanente. Para los optimistas, sea por medio de reformas al Código de la Democracia, o por medio de transformaciones educativas que partan desde la ciudadanía, desde las instituciones o, incluso, desde el extranjero, el sistema, seguramente, se corregirá paulatinamente. De eso se trata la democracia (DM). 

 

Ausencia de propuestas deja en evidencia la crisis en la democracia y los partidos