Los casos de derechos humanos podrán definir la balanza política

Patricia Ochoa Vda. de Gabela pide justicia por el asesinato de su esposo.

El correísmo hizo de los derechos humanos un arma en la contienda política. Ahora, corren el riesgo de que esa misma creación sea usada en su contra. 

ANÁLISIS. El 3 de mayo de 2007, cuando no llevaba ni siquiera cuatro meses en su cargo, el entonces presidente Rafael Correa creó, mediante decreto ejecutivo, la llamada Comisión de la Verdad. Dicha institución —vagamente inspirada en iniciativas que se habían llevado a cabo en Centroamérica y en el Cono Sur— buscaba esclarecer supuestas violaciones a los derechos humanos acaecidas desde 1984 hasta entonces. Sin embargo, desde un inicio sus particulares características levantaron sospechas. 

En tanto Ecuador no había vivido una guerra civil o una dictadura que permitiera delimitar un periodo, resultó llamativa la elección de los años a ser investigados. Eso dejaba fuera una serie de actos de violencia política o estatal que jamás habían sido plenamente esclarecidos y sancionados, como los asesinatos de José Báez —el copiloto de un avión secuestrado en 1969—, del empresario Antonio Briz López, de Abdón Calderón Muñoz, del estudiante Patricio Herrmann o de Iván Egas —la víctima del caso ‘Jaula de los leones’, así como las muertes sin respuesta de Milton Reyes o de los trabajadores del ingenio Aztra, entre varios más.

Llamó también la atención que se dejara fuera una serie de casos de asesinatos o desapariciones —como el de Ivonne Cazar o Felipe Arpi— pese a los indicios que existían de participación estatal. A esos elementos llamativos se sumaban ciertos apartados que poco después el régimen incluiría en la Constitución de Montecristi, como la imprescriptibilidad y la prohibición de amnistía o indulto para casos de “genocidio, lesa humanidad, crímenes de guerra, desaparición forzada de personas”, y en el Código Integral Penal, como la disposición de que en casos de desaparición el plazo para la conclusión de la investigación previa solo se cuenta desde que “la persona aparezca o se cuente con elementos necesarios para formular una imputación”.

Además, a diferencia de lo que sucedió en otros países, donde se perseguía apenas la verdad para ‘pacificar’ y los hechos solían estar cubiertos ya por amnistías, en Ecuador se creó una unidad especial en Fiscalía para perseguir los hechos señalados por la comisión. Todo ello apuntaba en una dirección clara: el empleo de los derechos humanos y de la Comisión de la Verdad como herramientas en la pugna política. 

Un arma efectiva

Efectivamente, el régimen de Rafael Correa empleó a la Comisión de la Verdad y sus conclusiones como un efectivo instrumento de desacreditación y hostigamiento de rivales políticos. En su primer periodo, cuando el exmandatario contaba con una popularidad ampliamente mayoritaria, su único adversario político de magnitud era el socialcristianismo; las acusaciones por violaciones de derechos humanos eran una herramienta muy efectiva contra ellos. Igualmente, eran una forma efectiva de ejercer presión sobre altos oficiales de Policía y Fuerzas Armadas —potenciales detractores del régimen— que ya habían sido oficiales activos décadas atrás, cuando se dieron los hechos investigados. 

El correísmo no pudo, como era su objetivo, forzar un escenario de ajuste de cuentas tardío como el de Argentina, Perú o Chile. El expresidente León Febres Cordero —a quien el correísmo había convertido en su principal blanco retórico— falleció antes de que la comisión presentara su informe. El exministro Luis Robles Plaza había fallecido ya en 2001. Muchos de los operativos de aquel entonces estaban ya fuera del país. Sin embargo, una sucesión de acusaciones, seguidas en varios casos de órdenes de prisión preventiva, sirvieron para desprestigiar, debilitar la economía y hostigar a varios potenciales opositores.

Algunos políticos en activo, como Jaime Nebot —exgobernador de Guayas—, tuvieron que vérselas con contundentes acusaciones públicas de parte de Correa y otros, relevantes, que en algún momento consideraron incursionar en política —como el general Édgar Vaca, quien abandonaría Ecuador en 2013 y moriría el exilio en 2017— tuvieron que renunciar a sus planes para defenderse.

El hundimiento del socialcristianismo como fuerza política nacional fue la culminación de un proceso que había sido empujado desde fines de 1988 por la izquierda, en gran parte desde la causa de los derechos humanos. 

Desde la otra trinchera

Sin embargo, cuando se los emplea en la lucha política, los derechos humanos pueden servir, al igual que toda herramienta, a cualquier bando. El mismo discurso de defensa de los derechos humanos que empleó Cuba en su batalla propagandística durante la Guerra Fría contra Chile, Brasil y Argentina es el que empleó Estados Unidos y sus aliados contra la isla de los Castro.

Esa misma causa que empleó el movimiento antiimperialista antiestadounidense contra Henry Kissinger y George W. Bush emplea ahora el establecimiento norteamericano contra China, para defender su estatus hegemónico. Así como se la usa para impulsar democracia y libertades, se la emplea también para marginar a países que son competidores comerciales o para impedir la concreción de productos de infraestructura que alteren el orden geopolítico. De la misma manera, ese mismo sistema que generó el correísmo para desprestigiar, excluir y paralizar con litigios a quienes lo amenazaban, puede ser empleado contra él por sus opositores. 

Casos como el de Fernando Balda, del 30-S o del general Jorge Gabela, entre otros, pueden terminar siendo para Rafael Correa lo mismo que los asesinatos de Consuelo Benavides y Arturo Jarrín, o la desaparición de los hermanos Restrepo fueron para el socialcristianismo. Si son empleados debidamente pueden terminar golpeando a Rafael Correa con una fuerza y un alcance mucho mayor que el de cualquiera de los casos de corrupción de los que se lo ha acusado. Los casos de derechos humanos suelen seguir una senda muy diferente a la de los crímenes más corrientes. 

Una senda peligrosa 

Al ser imprescriptibles y suponer una responsabilidad estatal, los casos de derechos humanos pueden prolongarse infinitamente. Si un acusado es sobreseído y una teoría desechada, siempre se puede recabar nueva información para relanzarlo de una nueva manera —bajo una nueva hipótesis y contra otro funcionario— sobre todo cuando existe un clima político favorable a ello que incide en la Justicia.

Asimismo, cuando una narrativa se ha impuesto en la opinión pública, el sistema judicial suele ser muy favorable a las supuestas víctimas y sumamente laxo al momento de exigir pruebas de las acusaciones; por ejemplo: las afirmaciones de Hugo España en el caso Restrepo nunca fueron sustanciadas; la versión que supuestamente esclareció lo sucedido con Consuelo Benavides fue rendida diez años después de los hechos, cuando los otros dos supuestos testigos ya habían fallecido; el relato del supuesto secuestro de Arturo Jarrín en Panamá, que condujo al juicio, se sustentó en el relato de un agente panameño que no ofreció ninguna evidencia de ello y giraba alrededor de acusar a un oficial que había muerto en 1990; todos ellos personajes de bajo rango y con rencillas personales contra su institución. Lo mismo sucede en la mayoría de casos, tanto en Ecuador como en el continente.

A ello se le debe sumar las instancias internacionales, principalmente la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, a las que se puede acudir y, en el caso de Ecuador, la poca disposición que ha demostrado el Estado al momento de defenderse y la facilidad con la que suele acceder a arreglos amistosos económicamente generosísimos. Todo ello favorece inmensamente a los actores políticos que tengan la determinación suficiente para conducir una persecución sostenida. 

Los casos pendientes 

El juicio alrededor del secuestro de Fernando Balda en Colombia aún está pendiente para el expresidente Rafael Correa. Ya hubo sentenciados en aquel caso, incluido un exjefe de Inteligencia, pero las sombras de dudas han crecido luego de que el testigo clave —uno de los sentenciados, que se acogió a la cooperación efectiva— se retractara de su versión desde el exilio y denunciara chantajes. Ese caso no constituye una amenaza importante, en tanto no conllevó muertes, pero no puede decirse lo mismo de los otros. Con pocos días de diferencia, los casos 30-S y Gabela tuvieron giros importantes. 

En el caso 30-S, relacionado con el enfrentamiento alrededor del Hospital de Policía el 30 de septiembre de 2010, cinco personas perdieron la vida y decenas resultaron heridas de gravedad. La tesis del correísmo siempre fue que se había tratado de un intento de magnicidio y golpe, protagonizado por la Policía, pero uno tras otro los acusados de ello han sido sobreseídos.

Al contrario, la oposición ha insistido siempre en que los combates de aquella jornada fueron responsabilidad del expresidente Rafael Correa, para lo cual las fuerzas especiales del Ejército habrían servido de brazo ejecutor. Esa tesis perdió fuerza con el reciente sobreseimiento de nueve militares acusados. 

En el caso del asesinato del general Jorge Gabela, también en 2010, la Justicia propugnó inicialmente, en la época del correísmo, que se había tratado de un asesinato producto de un intento de robo: el supuesto autor material fue asesinado en la cárcel.

Luego, el régimen correísta ordenó una investigación sobre la posibilidad de que hubiese sido asesinado por intereses económicos, a raíz de que su oposición a la compra de los helicópteros Dhruv amenazaba a un grupo de beneficiarios.

Para ello, en 2013 se contrató los servicios de un perito extranjero, Roberto Meza, quien habría entregado tres informes. En el tercero de ellos, supuestamente, señalaba que el crimen había sido ordenado por funcionarios del Estado y señalaba a los autores intelectuales, pero dicho informe se extravió. La teoría de la viuda del fallecido, Patricia Ochoa, y su abogado, Ramiro Román, es que se trató de una ejecución extrajudicial, es decir que funcionarios del Estado, no un grupo particular con intereses económicos, ordenaron su asesinato.

A fines de 2018, en el auge de la ruptura entre Lenín Moreno y el correísmo, con los ajustes resultantes, una comisión legislativa concluyó en que existía evidencia de un crimen de Estado. Luego, en 2020 y 2021, Fiscalía reabrió los casos Gabela y Dhruv. Finalmente, hace pocos días, la Corte Constitucional ordenó al Estado que entregue a Ochoa el supuesto tercer informe. 

Un guión conocido

Tanto en el 30-s como en el caso Gabela, Correa podría estar apenas a un testigo de distancia de verse envuelto en un grave caso de violación de derechos humanos. Podría decirse que la comisión legislativa que abordó el caso Gabela era abiertamente parcializada, pero igualmente lo fueron la propia comisión multipartidista que abordó el caso de Consuelo Benavides a fines de 1989 o la misma Comisión de la Verdad que él creó, compuesta por personas de conocida afiliación.

También se puede objetar que resulta inverosímil que un perito extranjero, que no conoce el país y estuvo apenas pocos días, haya logrado esclarecer el caso mejor que los investigadores locales que trabajaron a largo plazo, o que no pueda simplemente señalar a los culpables; pero lo mismo sucedió con el equipo de dos agentes del DAS que investigó durante apenas dos semanas el caso Restrepo a mediados de 1990 y que concluyó en que los hermanos habían muerto como efecto de la tortura a manos de policías, pero sin poder especificar de dónde venía esa información, o con el informe que entregó un antropólogo peruano que exhumó los restos de Arturo Jarrín en 2012.

Bastaría que apareciese un exfuncionario del Estado, sin importar su rango, sus antecedentes o el estado de su relación con el Gobierno, que asegure ser testigo de que Rafael Correa o su círculo ordenaron asesinar a Gabela o tirar a matar el 30 de septiembre de 2010, para que se precipite un vendaval interminable sobre el expresidente. Quien crea que una versión tan seria debería ser contrastada y verificada debe también recordar que los testimonios de Pamela Martínez, Raúl Chicaiza, Hugo España, Florencio Briones o Pablo Quintero distaron mucho de resistir un análisis minucioso. 

Siembra y cosecha

Ni la popularidad ni el tiempo blindan a ningún actor político de que los derechos humanos sean usados como una poderosa herramienta en su contra. León Febres Cordero era sumamente popular a inicios de los noventa, cuando se orquestaron los primeros casos en su contra, y fue ampliamente elegido como legislador en 2002 y 2006.

Igualmente, cuando la Comisión de la Verdad comenzó a operar, habían pasado ya dos décadas desde los hechos que investigó. Rafael Correa lleva apenas seis años fuera del poder y el ordenamiento jurídico actual, en materia de derechos humanos, es mucho más severo. Además, en crímenes de lesa humanidad, cabe esperar mucho menos clemencia y comprensión de parte de autoridades extranjeras. (DM) 

Caso Gabela: el Perito Meza espera por la creación de la Comisión presidencial