Un refugio inesperado

Antonina vio morir a su padre en San Petersburgo pero la tragedia no oscureció su corazón. Cada mañana visitaba a sus pacientes, los escuchaba y aseguraba que, al mirarlos a los ojos, sabía realmente qué hay dentro de su corazón. Antonina tenía el don de acariciar el alma.

Jan era un hombre de pocas palabras. En su piel se adivinaban las señales del trabajo rudo. Sus manos recias estaban hechas para proyectos grandes.

En el verano, Varsovia era un contrapunto de luz entre las hojas de los árboles. Las familias paseaban ostentando su elegancia y bienestar. Parecía que nada podía perturbar su paz.

Pero el 1 de septiembre de 1939 esa paz fue herida por una bandada de buitres que trajo bajo sus garras toda la miseria que puede dar de sí la estupidez humana. Hitler invadió Polonia, detonando la más horrorosa carnicería de la que la humanidad tenga memoria.

Los primeros en sucumbir a las bombas del III Reich fueron los pacientes de Antonina: osos, alces, camellos, monos, tigres y elefantes fueron muertos en los senderos del zoológico de Varsovia, cuidado por ella y su esposo Jan.

Antonina, entonces, volvió a sobreponerse al dolor y diseñó con Jan una ingeniosa estrategia para rescatar a los judíos encerrados en el ignominioso “gueto” de la ciudad. En el 2015, la película “Un refugio inesperado” -ahora disponible en Netflix- contó esta hazaña que, en cinco años de guerra, logró salvar 300 vidas.

Sin embargo, muchas personas expusieron sus vidas por causa de la justicia. En Bremen, un diplomático ibarreño se rehusó a cumplir las órdenes del gobierno ecuatoriano y otorgó pasaportes a decenas de judíos ansiosos por huir del infierno.

Y así como muchos guardaron en su corazón los nombres de Antonina y Jan Zabinski, otros tantos, en su largo viaje hacia el Ecuador, habrán pronunciado, con lágrimas de agradecimiento, el nombre del embajador José Ignacio Burbano Rosales.