Muchas veces los problemas aparecen por falta de previsión, pero hay ocasiones en las cuales surgen por una sumatoria de circunstancias que empeoran todavía más ante la presencia de una mala administración de la realidad. A mi juicio, la grave crisis financiera que aqueja a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) no es más que un pálido reflejo de tres motivos centrales: la escasa voluntad política de los Estados para financiar este organismo, la deplorable administración del actual Secretario Ejecutivo que ha permitido que la crisis rebase todo manejo razonable y el desprecio de ciertos gobiernos de la región que consideran que la CIDH es un ente político que invade la soberanía y que por ello incomoda sus decisiones no siempre jurídicas.
Ante la falta de un presupuesto adecuado, lo más preocupante de esta dolorosa situación es que los ciudadanos del continente serán los únicos afectados en caso de prosperar la reducción de personal y demás reingeniería necesaria, pues la CIDH no podrá sobrevivir ni brindar sus servicios de defensa de los derechos de las personas que no han tenido una respuesta adecuada de sus Estados.
Al parecer el mundo atraviesa por un movimiento cíclico de retroceso de conceptos donde el juego sempiterno entre los derechos y las imposiciones ha llegado a un escenario donde resulta trascendental que los ciudadanos exijan a sus Estados que cumplan con su obligación de respetar los Derechos Humanos no solamente como herramienta política sino como parte del ordenamiento jurídico que equilibra las relaciones entre las personas y los Estados.
Es verdad que urge debatir el tema del financiamiento, pero no es menos cierto que es imprescindible lograr que los Estados puedan destinar más dinero del fondo regular de la OEA a la CIDH, no obstante, es necesario que los Estados comprendan que todo gobierno debe necesariamente cumplir con la protección de los Derechos Humanos, en especial si no desean que sean denunciados ante la CIDH, órgano que siempre será imprescindible para recordar a los gobiernos que existen límites en su relación con los ciudadanos.
Si no se fortalece al Sistema Interamericano de Derechos Humanos (SIDH), la arbitrariedad habrá asestado un duro golpe al Derecho.