POR: Germánico Solis
Como acto prócer de ciertos eventos electorales, cuando los votos definen encargos que cifran nombres para cumplir leyes, estatutos y reglamentos, viene la clásica posesión. Suele la tradición cumplir con la toma del juramento o promesa, en la que con estricta formalidad se consulta a los proclamados, si juran o prometen cumplir con los adeudos que les obliga tal o cual cargo, tal o cual dignidad. El consultado, consultada o consultados alzan una mano, la otra la tienen sobre el pecho y se siente la envestidura que les liga ante el devenir. Quien toma el juramento o posesión lo hace con rigor, y vienen finalmente los festejos. Repica por instantes aquello de “si así lo hacéis, que la Patria os premie, caso contrario que ella os demande”.
La euforia por el triunfo o la designación es un ingrediente que prestamente deja en el olvido el juramento o promesa. El tiempo se encarga de enterrar el acto y promesas. En la práctica no sucede ni lo uno, ni lo otro. Es decir, el juramento o promesa quedaron como un lírico acto de folclor, y el pronunciamiento “que la Patria los premie o los demande” cesa como un simple cumplido, un enunciado protocolar que afrenta a quienes presenciamos esas declaraciones.
Este presuntuoso uso debe excluirse y limitarse a que sea una declaratoria o acta que jurídicamente valide el nombramiento, el puesto o designación. Esta insubstancial manera de protocolizar el cumplimiento de las obligaciones para quienes fungen representaciones o mandatos no obliga a nada, de allí que clubes, gremios, asociaciones, barrios u otras entidades que siguen con esta práctica caen en un indeseable acto que luego avergüenza. Se jura en el matrimonio, se jura en el deporte, se jura ante designaciones o logros, y cuando no cumplimos, ¿quién demanda? ¿quién tiene tiempo, dinero para estas andanzas? ¿Quién castiga la infamia del incumplidor o el perjuro? Puede llegar el bochinche, pero que se escarmiente la culpa y que lo haga la Patria o la historia nos hace dudar del valor de la palabra.